Bandoneon, Sergio Lucci |
El tercero era bajito y traía un bandoneón. Perdió a los
otros dos entre la neblina cuando se paró a orinar. Lo hizo muy rápido e
incómodo porque helaba, apuntando entre las chuquiraguas que estaban llenas de
rocío. No bien terminó, recogió la caja de su bandoneón con una mano mientras
se subía la bragueta con la otra y avanzó rápido, trotando como los niños gordos
en los campamentos, hasta que alcanzó a los otros dos.
Avanzaban por la carretera vestidos con los trajes
almidonados, levantando la tierra de los caminos de lastre, con las cajas de
los instrumentos que parecían haber sido lustradas el día anterior. Les habían
dicho que la niebla cedía a la altura de un pueblo llamado Takikapchi.
«No se van a confundir. Ahí todas las casas están rodeadas
por floripondios».
Y era cierto. Vieron cómo de la niebla brotaba un paisaje lleno de campanillas
rosas, algunas marchitas, a desnivel; olas de floripondios entre las que flotaban
unas casas de adobe viejas y enjutas. El olor del pueblo puso en los tres
músicos recuerdos que no podían definir, un olor como de despensa de casa
grande,el cosquilleo al meter los pies entre el heno, o un sabor en el paladar
como de guayaba, pero tan pronto pensaron en ello, la sensación se esfumó.
El más alto, que se llamaba Mazei y era guitarrista, caminaba
muy rápido, aunque se sentía mareado por la altura; el bajito, que se llamaba
Ilario, pero que en la banda era conocido como El gordo Santamaría
pensaba que era una forma de hacerlo sentir mal por gordo. Siempre pensaba que
Mazei hacía cosas en su contra y cuando lo pensaba sentía una insoportable
comezón en la espalda y la rabadilla. El otro músico no era alto, ni bajo, ni
gordo, ni feo; casi nadie lograba recordar su aspecto, incluso su madre antes
de morir había dudado del color de sus ojos y esa fue la última angustia que se
llevó al más allá.Se llamaba Rubén Rodolfo y tocaba el órgano.
Mazei, que ya iba muy adelantado, se asomaba por los jardines de
las casas y en una de ellas creyó mirar los postigos de una ventana cerrarse de
golpe. En ese momento el cuerpo se le desvaneció y cayó con su metro ochenta y cinco
sobre el camino de adoquín. Los otros dos lo llevaron hasta la plaza central. Ahí
abrió los ojos y lo primero que miró fue la iglesia. Era una iglesia pequeña,
pero tenía un campanario muy grande que estaba vacío. Un pájaro se posó en la
punta y en ese momento, desde algún lado, una piedra lo tiró al suelo. Se
dieron vuelta y vieron a un hombre que se alejaba corriendo y ya bordeaba la
esquina.
Frente a la iglesia había una cantina. Mazei insistió en que
lo llevaran para tomar algo que le quitara el soroche. La cantina tenía las
luces apagadas, pero la fregona estaba apoyada en la puerta junto a una
palangana llena de agua con jabón. Mazei caminó hasta la barra y la golpeó con
fuerza. «A vender», gritó con una voz que tenía algo de tenor y algo de
vendedor de periódicos.
Un mozo viejo con ojeras grises salió de la bodega.
―Acabamos de cerrar y no abrimos hasta bien entrada la noche.
―¿Qué no ve quiénes somos? Somos músicos, señor, músicos
famosos. Y necesitamos beber algo. Y un teléfono. No importa lo que cueste ―dijo Mazei. Se
apoyó con un brazo en la barra y sacó dos billetes de una bolsa de cuero.
El hombre viejo de ojeras grises tenía la nariz y el mentón
de un duende, tomó un periódico amarillo y arrugado y mató una mosca en la
ventana de la cantina, extendió el periódico y empezó a moverlo de un lado a
otro.
―¡Que se vayan ya! Esta es mi cantina. ¡Fuera, fuera!―gritaba
apuntando el periódico hacia ellos como una espada.
El gordo Santamaría intervino antes de que Mazei hablara.
―¿Sabe algún lugar donde nos puedan prestar un teléfono?
―Aquí no van a encontrar ni un árbol para mear. ¡Lárguense!
En ese momento, el del órgano sacó del bolsillo una navaja.
―Ponme un whisky, viejo. No te lo voy a repetir.
Mazei y el gordo Santamaría sabían que Rubén Rodolfo, quizá
por ese aspecto simplón, era capaz de las reaccionesmás inesperadas y los tres
sonrieron cuando el viejo abrió una botella, la puso sobre una mesa y encendió
las luces.
―Un whisky y se van.
Un muchacho joven entró en la cantina. Traía el pelo negro
recogido en una trenza, y andaba encorvado. Cuando vio a los músicos salió
corriendo y se tropezó con la fregona. El gordo Santamaría quiso ayudarlo, pero
el muchacho le retiró la mano y se arrastró hasta la puerta como si hubiese
visto un muerto.
En menos de una hora, había casi veinte personas en la
cantina, incluido aquel muchacho. Ninguno había pedido nada de tomar, ni de
comer, solo se habían sentado. Algunas masticaban tabaco y cada tanto murmuraban
cosas acercando la boca a la oreja del otro como si vivieran de secretos.
Los músicos estaban por irse cuando un hombre que vestía un
poncho negro con rayas azules se acercó a su mesa.
―Me apena que los hayan tratado mal aquí. Pedí que les
trajeran papas y choclos con quesillo.
Arrastró una silla y se sentó junto al gordo Santamaría. El
mozo viejo y dos muchachas llevaron comida a todas las mesas y el aire se llenó
del vapor de un licor que humeaba, olía a aguardiente y fruta madura y estaba
servido en copas de vidrio muy pequeñas como de juguete. Los músicos le
contaron al hombre del poncho que el carro en el que viajaban se había dañado y
debían retomar su viaje una vez pudieran comunicarse por teléfono con un amigo para
que les enviara otro. El hombre no parecía escucharlos, su mirada saltaba de un
instrumento a otro mientras su rodilla temblaba bajo la mesa.
Mazei sintió algo extraño en sus piernas y vio a un niño con
ojos saltones y cachetes rojísimos intentando abrir su caja de guitarra. Antes
de que pudiera decir nada, la madre ya estaba alzándolo del brazo flaco que
tenía. «¡Quita!», le gritó y se lo llevó, con la mirada aún fija en la caja,
arrastrado como un pollo muerto, mientras se lanzaba el reboso negro sobre la
espalda.
Antes de que terminaran de comer, la cantina estaba colmada
de hombres vestidos con pantalón negro de paño y mujeres con faldas largas y
rebosos y niños, muchos niños. Parecían cuervos, todos jorobados y apenas
comían lo que había en las bandejas. Un hombre se rascaba el cuello con sorna,
una mujer se mordía las uñas, los niños se soltaban los cabellos y se lo
volvían a trenzar. Todos tenían el pelo negro y largo. Una sola masa de
azabache.
El hombre de poncho puso un fajo de billetes sobre la mesa.
―Toquen para nosotros, por favor ―dijo.
Mazei iba a tomar los billetes cuando una mujer gritó desde
el otro lado. «No, por Dios. No lo hagan».
Una línea invisible parecía dividir a la gente de la cantina.
De un lado otros hombres y mujeres se acercaron a la mesa y pusieron monedas y
billetes. Del otro, suplicaban con las manos en la boca. «Taita Dios, no lo
permita».
Los que protestaban fueron perdiendo fuerza y terminaron por
quedarse callados, como niños perdidos.
Mazei agarró toda la plata de la mesa y Rubén sacó los
instrumentos de sus cajas. Ahí en el centro de la cantina la primera nota que
Rubén tocó en el órgano para afinarlo pareció retumbar en los corazones de
hombres, mujeres y niños, en las carnosidades de todos los floripondios y hasta
en el campanario vacío de la iglesia.
Tuvieron que quitarle las papas del frente al gordo
Santamaría para que tomara su bandoneón y empezaron a tocar un candombe que
nadie había escuchado. Poco a poco los hombres iban abriéndose las camisas y
las mujeres se retiraban los rebosos. No había más trenzas, todos se habían
soltado el cabello y parecían un solo cuerpo encorvado que se mecía en un
éxtasis purísimo. El humo de aquel licor caliente se mezcló con el vaho que
salía de los sobacos, las inglés, los cuellos y las espaldas y cualquier persona
que hubiera entrado en ese momento en la cantina de Takikapchi habría pensado que
habían caído bajo un hechizo de chamán.
Fue uno de los niños el que inició la carnicería.
Se acercó a Mazei y empezó a lamerle el tobillo flaco que se
le asomaba por la basta mal cosida del pantalón. Mazei intentó retirarlo, pero
pronto vio como toda esa masa sombría de pelo negro y ojeras grises se
abalanzaba sobre ellos.
Los engulleron poco a poco, y tuvieron la delicadeza de
sacarles la ropa y no la destrozaron con los dientes, como lo hicieron la
última vez con aquel cuarteto de guitarras.
A Rodolfo Rubén, el del órgano, lo primero que le comieron
fue la piel de la cara. Y no sabía a nada.
Lo último que escuchó el gordo Santamaría fue a Mazei
diciendo: «Primero al gordo, primero al gordo». Notó el bochorno y la picazón insoportable
en la rabadilla y luego sintió una sangre tibia y espesa que era la suya.
ECUADOR, Natala García Freire (1991) @nataliag37
Su novela "Nuestra piel muerta" fue considerada como una de las mejores publicaciones del 2019.
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