Mudanza, Fede Kehm (Técnica mixta. Acrílico, oleo pastel, lápiz y lapicera) |
Pensamos que ahora todo iba a andar mejor. Por eso nos mudamos. Cerca, a quince cuadras de casa, sin cambiar de barrio. Nos fuimos a una calle arbolada, detrás de la estación. Una casa más grande. Arriba tenía una terraza la casa nueva, una veleta de metal con un gallo que apuntaba siempre al mismo lado. Tenía un tanque negro de agua que a la tarde proyectaba en el suelo una sombra de robot. Le decíamos “casa” a la otra, a la anterior. Tardamos unos meses en dejar de decirle a esta “la casa nueva”.
Veníamos de vivir quince años en un departamento sin sol y nos fascinaron el cielo, el aire, las ventanas anchas. El techo anaranjado que no se acababa nunca y que era un espacio nuevo y enorme para jugar. Nos vimos corriendo los cuatro con baldes y mangueras; sentimos la mediasombra en el patio interno tamizando el paso del aire fresco. Nos deslumbró una vida que imaginamos ahí, una vida posible. No pensamos en la instalación eléctrica, los problemas de humedad, el calor pegajoso, las puertas hinchadas. Teníamos ganas de no estar más allá, en nuestra casa, de irnos a otra parte, hacer otras cosas. Por eso la elegimos.
Cuando trajeron los canastos a casa, a la casa vieja, había una línea rosa en el cielo. Yo había bajado para ayudar a los de la mudadora, pero me dijeron que no, que no hacía falta. Me quedé parado y los vi descargar, apilar, subir, bajar, desapilar. El que más se movía era bajito y tenía tatuada la provincia de Buenos Aires en el gemelo de la pierna derecha. Me pidió un cigarrillo y, como me quedaba uno, lo compartimos. Me habló del cielo, dijo que estaba lindo, pero que iba a llover. Yo le conté que ahí, encima de las plazas, siempre se veían a la tarde esos colores. Son parecidos, dijo, el celeste y el rosa. Me dijo también que teníamos muchas cosas, que era una mudanza grande. Le hablé del aparador, de los sillones, de la mesa de la cocina. “Lo peor de todo son las cosas más chicas”, dijo. “Los juguetes, los discos, los libros.” Me dijo que no se terminaban nunca, que se reproducían. Me dijo que ojalá nos mudáramos a una casa grande, para que entrara todo. Hablamos un rato más de otras cosas. Del barrio, del calor, de la Copa Libertadores. Cuando terminamos el cigarrillo, siguió en lo suyo.
A la noche, en la cama, acorralados por los canastos y las cajas, planeamos con Mercedes los pasos a seguir. Le dije, como si fuera mi idea, como si se me hubiera ocurrido en el momento, que lo difícil iba a ser embalar las cosas más chicas y que eso era lo primero que teníamos que hacer. Dije “los libros”, dije “los discos”, dije “los juguetes”. Le conté que el chico de la mudadora me había preguntado si habíamos leído todos los libros. “¿Y qué le dijiste?” “Le dije que algunos sí y que otros no.” Los libros ahora estaban en cajas. En setenta y dos cajas. La única luz en el cuarto era la tele, el único sonido. Era blanca la luz, era intensa. Falsa. Daban Family Guy y Peter, el papá, corría desnudo en una base militar, dos soldados lo tiraban al suelo y le pegaban con sus palos. Nosotros no estábamos mirando, pero veíamos igual. Mercedes me acariciaba el pecho disistraída; yo, las piernas.
“¿Cuántos libros habremos leído entre los dos?”
Sin nada el departamento era otra cosa. Una cosa fácil, sonsa. Todas las ventanas abiertas, la luz expuesta de las bombitas colgando en el techo, un olor neutro, mineral. Estaba limpio. Callado. Iba a vivir otra gente ahí en unos días: desconocidos. Así como estaba, era el lugar ideal para otra gente.
Fui el último en salir y revisé todo. Había quedado un zapato en un placard, un aplique de luz, la mitad de un espejo. Había un muñeco de Matute, el policía de Don Gato, tirado junto al bidet. Guardé todo en una bolsa de supermercado y me lo llevé. Una bolsa verde. Antes de irme, además, saqué de la puerta una estampita de San Cayetano. No sabía quién la había puesto ahí. Mi mamá, probablemente. Hace esas cosas. Cree. Yo no quería dejarles nada vivo a los que venían, nada con historia, nada nuestro. Salí, cerré con llave y apoyé la mano en la puerta gris. La acaricié porque estaba solo, porque quería hacer eso, porque había vivido ahí y ahora me iba.
No sabíamos nombrar las cosas nuevas. Le decíamos “pasillo” al palier, “comedor” al living. Los chicos querían salir al patio y salían, pero nos decían: “Vamos al balcón”. Abrimos las cajas, vaciamos los canastos. Hicimos montañas de basura. No sabíamos por dónde empezar.
Nos habíamos pasado cuatro horas viendo cómo subían los muebles y las cajas. Las escaleras cambiaban todo el tiempo. A veces eran más largas, otras más cortas. Los mudadores las transitaban tranquilos. Estábamos admirados.
Aunque la casa nueva era más grande que la anterior, las cosas no entraban. Mercedes llenaba bolsas de residuos con juguetes, revistas, adornos. Porquerías que nos había parecido bien mudar, pero que ahora veíamos absurdas. Yo me escapaba a la ferretería, al supermercado, al lavadero. A cualquier lugar en el que no hubiera polvo y cartón y cinta de embalar y esa luz blanca, sólida, constante que entraba por la ventana. Hablaba un rato de más con las cajeras, con el ferretero. Tardaba. Cuando volvía, callado, sin nada para decir, taladraba la pared y agregaba agujeros, colgaba ménsulas. Mercedes limpiaba y el polvo volvía a aparecer a sus espaldas. El polvo tenía sombra, aura, cola, como los cometas. Pero Mercedes limpiaba igual. Trataba de estar contenta, cada vez que levantaba la vista del suelo me guiñaba un ojo, sonreía.
Para dormir cerrábamos todo con llave, con pestillo. Los dos apretábamos las manos, las mandíbulas. Charlábamos en voz muy baja.
“Estamos respirando polvo. ¿Esto les hará mal a los chicos?”
A los nenes les gustaba el patio. Se formaba una sombra pareja, corría un aire. El piso era de baldosas grandes y cuadradas. Armaban ahí una casita con el ténder y las sábanas. Simón entraba agachándose apenas y Mina lo esperaba adentro. Jugaban a vender y comprar juguetes, a cambiarle los pañales a un bebé de plástico. Se peleaban por los broches. Los dos querían tener los rojos, los verdes, los amarillos. Mercedes y yo íbamos de un lado al otro moviendo cajas, atornillando, deshaciendo envoltorios. La casa nueva era larga. Los ambientes estaban dispuestos de la calle hacia el fondo. La casa nueva se metía para adentro. Sin decirnos nada, la dividimos en dos, como hacían los nenes con el ténder. De la cocina hacia la calle era una, de la cocina hacia el patio era otra. La cocina era el centro de la casa. No era exacta la división, no era geométrica, pero resultaba natural.
Hacia la calle estaban el living, los baños, las habitaciones. Hacia el patio, el lavadero, el cuarto de las herramientas, el estudio, las escaleras circulares que llevaban a la terraza. Los nenes le decían “tienda” a su casita. Tienda por negocio y por el modo en que llaman a las carpas en los dibujos animados. Por repetir lo que veían en la tele, también cantaban una canción que decía “hogar dulce hogar, mi casa es mi lugar...”. Como hacía calor, andaban todo el tiempo en cuero, descalzos, con sus bombachas de Minnie, sus calzoncillos de Spiderman. Bailaban. Nosotros les decíamos que no tenían que andar así, que en la casa había polvo, que había arañas. Ellos se metían entre las sábanas o se buscaban sus rinconcitos. A veces, estaban un rato perdidos, se escondían en algún hueco y nosotros jugábamos a encontrarlos.
Durante las primeras semanas, nos costaba descansar. Mercedes me dijo una noche que le daba miedo tener miedo. Miedo a la casa. Yo le dije que era por los ruidos nuevos, por la falta de costumbre. Enumeré todas las medidas de seguridad que nos protegían. Le dije que estábamos cubiertos. Ella me dijo que el miedo era a otra cosa. Le dije que las otras cosas no existían, pero no estaba pensando en eso. Me parecía que la cama era más grande en la casa nueva; que ella estaba más lejos. La abracé y ella me apoyó la cabeza en mi pecho. Abrazarla era incómodo, aunque la cama era la misma y nosotros también.
Cruzando la calle había un bar, y por eso a la noche se escuchaban conversaciones y risas. No era raro que uno de los dos se despertara y encontrara al otro despierto. A cualquier hora. Escuchando lo que decían los que estaban en el bar. Con los ojos chiquitos, pero abiertos, nos pedíamos descansar. Nos decíamos uno al otro que tratáramos de dormir, que estaba todo bien. Que el lío era afuera.
Por ese insomnio andábamos solos de noche. Descalzos. Nosotros dos, pero también los chicos. Íbamos al baño, a servirnos un vaso de agua en la cocina. No encontrábamos cómo prender la luz, nos sorprendían los muebles.
Una madrugada, me encontré con Mina en el pasillo. Estaba sentada en el piso, abrazando a su conejo celeste. Cecilio. Me dijo que no había sabido volver, que no había podido encontrarnos. Me dijo que en la casa nueva se perdía.
No era tan grande la casa, era distinta, por eso nos parecía desolada. Estábamos desorientados todavía. Era cuestión de acomodarnos.
Cuando cada uno fue encontrando su lugar, yo empecé a estar más que nada en el estudio. Colgué algunos cuadros con fotos en blanco y negro, armé a mi gusto la biblioteca, el escritorio. Llené los dos cajones de madera con mis lápices y mis papeles. Cosas que había llevado de lo de mis padres a mi departamento de soltero, después a mi casa anterior y ahora a esta. La mudanza me había hecho pensar en las cosas que arrastraba conmigo. Las cosas que elegía. En un sobre blanco, guardaba unas treinta estampitas de comunión. En cada una había un nombre en letras doradas, celestes, azules: mis compañeros de cuarto grado. Dibujos de angelitos y pesebres, hostias iluminadas, palomas blancas. También guardaba cartas de novias de la adolescencia, envoltorios de chocolates, fotos carnet. Guardaba una medalla de tercer puesto.
Había una ventana alta en el estudio. Apuntaba al oeste y el sol que entraba a la tarde era tibio, menos agobiante que el de la cocina y el comedor. Ahí pasaba el tiempo trabajando y escuchaba poco los ruidos de la casa. De vez en cuando, me aburría y cruzaba el pasillo, la cocina, el living. Buscaba a los chicos en su habitación, a Mercedes donde fuera que estuviese, para preguntarles si estaba todo bien, para besarlos. Siempre encontraba un detalle distinto en mis recorridos. Una grieta, una mancha de humedad, un relieve ondulante en el marco de una puerta. A los chicos los veía casi siempre separados, dibujando, haciendo filas de bloques y autitos. A veces me pedían que les contara cuentos. Como me distraía mirando los recuerdos que encontraba en los cajones, siempre tenía algo para decir. Les hablaba de mis compañeros de primaria, de cómo nos habíamos robado una vez un conejo de una veterinaria y lo habíamos adoptado. Le habíamos dado tanto de comer que el bicho se había muerto indigestado. Golosinas le dábamos. Cuando se murió, lo enterramos en un baldío, al lado de la casa de Juan Manuel, enfrente de la cancha de Excursionistas. Pusimos una lata de dulce de membrillo como lápida y en el dorso escribimos su nombre: Palmito. Porque era blanco, en un punto, tubular, impávido, lo habíamos llamado así. También les contaba de los juguetes que venían con los chocolates Jack, del olor a tabaco de pipa que tenía mi abuelo en los dedos, de un premio que una vez me habían dado en la plaza de un pueblo, lejos, cerca de una estación de tren. Me distraía en las anécdotas y ellos se iban. Me quedaba hablando solo, escuchando el eco de mi voz contando siempre lo mismo. Después, volvía al estudio. Cruzaba el living, la cocina, el pasillo y me sentaba a estar ahí hasta bastante después de que el sol tibio se fuera.
Mercedes se había obsesionado con las arañas. Estaban en el techo sobre todo, en lugares fáciles de ver, difíciles de alcanzar. No tenían carne las arañas, eran como flores de alambre. Ella decía que las arañas picaban por maldad a la gente nueva. No sabía de dónde había sacado la idea, pero estaba convencida. Decía que las arañas tenían una especie de olfato, de sensor que detectaba lo nuevo y lo agredía. Que así marcaban su territorio. Yo lo que podía ver era que las arañas estaban lejos, que más bien nos evitaban. Había una en la habitación, al lado de la lámpara del techo. Cuando nos íbamos a dormir, la veíamos. Estaba quieta siempre, pero cada noche estaba quieta en un lugar distinto. Mercedes decía que la araña nos estaba midiendo, que se movía hacia los costados, que tejía su tela con malicia. Yo, todas las noches, le decía que al día siguiente iba a comprar un plumero para matarla. Me acostaba boca arriba y medía la distancia entre la cama y el techo, entre la araña y nosotros. A medida que pasaban los días, me parecía que la araña estaba cada vez más lejos. Cuando salía de casa, me olvidaba de la araña, del techo, del plumero. Hacía mis cosas. Estaba en el mundo. Y no pensaba en la araña hasta la noche.
Afuera de casa estaba lo mismo. Cuando cerraba la doble puerta de vidrio con la llave chata, grande, incómoda, cuando saludaba a los vecinos desconocidos, cuando arrastraba a los chicos por la vereda, peleando un poco siempre, apurándolos. El mismo aire frío con el que empieza el otoño desde que nací, y también antes, pero sobre todo desde que nací, desde que me acuerdo de mi nariz resistiéndose todavía, inquieta, húmeda, a dejar que se fuera el verano, que se hicieran más cortos, más parecidos los días. Lo mismo. No había afuera nada indicando que ya no estábamos en casa, que ya no veníamos del mismo lugar, ni mis hijos ni yo, contando de dónde había salido ese cansancio distinto, esos ojos chinos, las palabras que tardaban en llegar de la intención al sonido, que se alargaban en una vocal bovina interminable y que no se decían nunca. En el trabajo, descontaban mi estrés por la mudanza, me asumían algo más distraído, agotado, pero no me decían: ¿Cómo es vivir ahora en un lugar nuevo? ¿Cómo es haber visto que todo lo que tenés se puede embalar con sábanas, con canastos, con cajas? ¿Qué te impresiona de los techos desconocidos, de los zócalos amurados a medias, de no reconocer ningún olor, ningún pliegue habitual en la luz que entibia las persianas? No había cambiado nada para nadie. Y yo quería decir cosas que sonaban ridículas. Que, aunque afuera todo seguía igual, adentro de casa todo cambiaba. Quería preguntarles si no les había pasado a ellos, mirar mucho tiempo una araña, la misma araña, y pensar que a lo mejor ella era la dueña de algo que uno estaba usando sin permiso, sin saber: una habitación, el aire, el mundo.
Yo siempre me concentré en las piernas de Mercedes. De ella fue lo primero que vi. Largas, blancas, triangulares. Las piernas de Mercedes estaban, para mí, antes que Mercedes. Lo demás vino después. Su manera de hablar, sus ojos redondos, su risa. Todo lo que somos ahora.
Cuando podía, en los pocos ratos en los que nos cruzábamos y estábamos solos, o con los chicos distraídos en sus cosas, le acariciaba las piernas. Era una forma doméstica de mantra o meditación. Aunque no sé qué es un mantra, la verdad. No con certeza. Lo que quiero decir es que pasar la palma de la mano por sus piernas, distraído, me sacaba un poco de mí, me alejaba hacia arriba, me calmaba. En la cocina, mientras cenábamos, pero sobre todo en la cama, con ella dormida y exhausta y yo mirando cualquier cosa que dieran en la tele. Eso extrañaba. Desde que estábamos en la casa nueva, acariciar las piernas de Mercedes como un perro enano, un conejito tibio. Esa tranquilidad.
En la casa nueva el aire vibraba, había polillas siempre en alguna parte. Hablábamos poco o no hablábamos más. Cuando estiraba el brazo sus piernas no estaban, había siempre otra cosa.
Tenía partes Mercedes. Sus piernas, su espalda, sus caderas. Yo podía separarla en esas partes. Desagregarla. La casa nueva también había sido primero el piso sucio, los techos altos, la luz extraña del baño, los ruidos a la noche, las arañas. Así también la iba conociendo.
De a poco, a veces, esas partes se juntaban, empezaban a armar ese lugar al que volvía todas las noches. Con el sol apenas resistiendo todavía, a eso de las seis, seis y media, le mandaba mensajes a Mercedes desde el teléfono. “Extraño tus piernas”, le escribía. Ella me contestaba con corazones rojos dibujados, con caras amarillas sonrientes. Pero cuando llegaba a casa, a la casa nueva, sin olor, sin luz familiar, sin conversaciones susurradas, se iba disipando el romanticismo. Yo le hablaba de mí a Mercedes, de mis asuntos laborales, desde el palier, mientras ella resolvía en la cocina qué hacer con el humo, las frituras, el calor. No me escuchaba y yo dejaba de hablar, porque así estaba bien. Desde alguna parte siempre se oía la voz de los chicos peleando. Lo que yo no decía era que, mientras me movía, en la casa, en la oficina, en el banco, en las boletas y los arreglos y las cuentas, sentía que empujaba una piedra cuadrada.
Uno de esos mastodontes con los que los esclavos de otros tiempos construían templos y pirámides. Como los esclavos, yo sabía la piedra, pero no la pirámide. Yo sabía la mecánica, la repetía, pero no sabía el plan. Deambulaba pensando en las piernas de Mercedes y cuando llegaba a la cama, a la noche, Mercedes estaba ya lejos. No la podía tocar. Me adormecía, y cada parte de ella, cada parte de la casa me quedaban lejos.
El ruido de los chicos se parecía a un queso. Yo me lo imaginaba así y escribía en la luz blanca de la computadora, con el cursor titilante, que el ruido de los chicos era amarillo, blando, con agujeros. Llegaba de otra parte el ruido de los chicos. Yo estaba siempre sentado, siempre con una picazón alérgica en los párpados. Terminando algo que había dejado por la mitad, buscando lo que necesitaba en Internet, escribiendo. Quería morder el ruido de los chicos, comerlo entre dos panes y metérmelo adentro. Los veía poco. Habían elegido sus rincones en la casa, sus huecos, y, cuando llegó el invierno, casi no nos cruzábamos. Tampoco veía mucho a Mercedes. A veces me mandaba un mensaje, o me llamaba desde donde estuviera. Me decía: “Vení”. Yo le decía que en un rato, pero me costaba remontar el camino hasta ella y, muchas noches, me acostaba en el sillón y ahí me dormía.
Acostado, enumeraba todas las cosas que todavía faltaba arreglar en la casa nueva. Los zócalos, las persianas, las cerraduras. Se me mezclaban esas preocupaciones con los recuerdos del día y con esa mezcla se me hacían los sueños. La ventana del estudio tenía marcos de madera y no la podía abrir porque se habían hinchado. En la ventana, cuando llovía, las gotas rebotaban fuerte. Mezclado con el ruido de los chicos, el ruido de la lluvia sonaba un poco extraterrestre. Y llovía mucho. Siempre. Entonces, soñaba con las personas que en el subte acarician los altares de las vírgenes y se quedan ahí parados, apoyando las manos en los pies de yeso, mirándolas a los ojos o con la vista baja, clavada en el piso grasiento. Me acercaba a ellos en el sueño, sin pudor, porque sabía que no era cierto lo que pasaba, que estaba dormido y no ahí con ellos, y los escuchaba susurrar con voz de lluvia, con voz marciana, que por favor les hiciera crecer madera en los huecos de la pared, que les tapiara las ventanas rotas, que les soldara los picaportes. Me daba compasión su fe, un calorcito en el pecho. Me ponía a rezar también. Pedía con ellos. Me despertaba sobresaltado y, entre el sueño y la vigilia, suponía ciertos los milagros. Volvía al monitor, al cursor titilante y escribía acerca de las cosas que soñaba, los agujeros de aire en el ruido de los chicos, las vírgenes de yeso. Atravesaba los pasillos, el comedor, el living, los baños. Pasaba al costado de las escaleras circulares, rompía con el canto de la mano las telas de las arañas y después me soplaba en las palmas, me acariciaba el pecho para calentarme. Llegaba al pasillo, a veces, otras al sillón, a la habitación de los chicos, incluso, de vez en cuando, a mi cama. Todos estaban dormidos siempre y al rato de cerrar los ojos era otra vez de día.
Una casa nueva enseña a medir el entusiasmo. Nada de lo que uno enchufa anda, nada de lo que uno amura se sostiene. Siempre hay un centímetro de más en lo que uno hace, un centímetro de menos. Los estantes se tuercen, la cinta se despega, las lamparitas explotan cada dos días y nunca es sólida la señal de internet. Por eso, cuando empezó la primavera y el piso estaba limpio, todas las cajas vacías, las persianas puestas, el olor a madera y a café ya asentado, dejamos de hacer cosas. La casa iba a ser así, al menos por un tiempo; estaba lista.
En esa casa terminada, desplegábamos nuestros días como un mantel en el pasto. Cada cual los suyos: salir temprano, casi de noche, volver por la tarde o a la hora de la cena, quedarse. Haciendo lo que había que hacer, nos fuimos acostumbrando a vivir ahí hasta olvidarnos de la novedad. Nos veíamos poco, nos encontrábamos. Algunos días en el baño grande, otros en la cocina. Cuando estábamos juntos, no nos decíamos casi nada. Hablábamos, sí, pero sin saber de qué. Aceptábamos que cada uno estuviera en su lugar, con sus asuntos. Desde el estudio yo veía crecer el pasillo, estirarse como un bostezo hasta el lavadero, la cocina, el living, los dormitorios. Pasaban las siluetas de los chicos y de Mercedes flameando un rato y desaparecían igual que los espejos de agua en las autopistas. Los miraba pasar y les gritaba que tuvieran cuidado con las arañas, que no corrieran, que no se molestaran, que midieran las distancias, los bordes. Decía lo que dicen los padres. Cada vez más fuerte y, a mi pesar, con sorpresa, cada vez con menos convicción. Sabía que no me escuchaban y que, además, lo que pudiera gritar no era tampoco importante. La casa se tragaba lo que les decía, sus pasos, el poco tiempo que pasábamos juntos. Mercedes decía sus frases de mamá también, se quejaba de lo mismo, ponía los mismos asuntos simples por las nubes. Yo la escuchaba como se escucha el agua en las cañerías. Pronto los dos íbamos a cumplir cuarenta años.
Pensábamos que todo iba a andar mejor, y era cierto. En la casa nueva, de algún modo, las cosas funcionaban. No era la idea que teníamos, el plano que nos habíamos dibujado en los manteles de papel de los bares, en los cuadernitos escolares cuando hacíamos listas. Corrimos, sí, alguna que otra vez en la terraza, tirándonos baldes con agua cuando llegó el verano, nos acostamos de espaldas en el piso anaranjado a ver el cielo. Tuvimos más espacio todos con la mudanza, pudimos respirar mejor, tuvimos más aire. Aunque estuvieron en el invierno el frío y la lluvia y en el verano volvió el calor agobiante. Un vaho de humedad que desteñía la casa, la escurría en búsqueda de bordes frescos. Las cosas funcionaban porque sabíamos que nunca íbamos a conocer la casa entera, terminada. La casa era ese lugar y ahí estábamos. Los nenes en el patio vendiéndose broches entre las sábanas y nosotros dos cada uno en algún lado. Yo, en el estudio; Mercedes, en el cuarto viendo tejer en el techo su tela a las arañas. No las matamos nunca, las dejamos. Tampoco terminamos de tapar todos los agujeros, de envolver con cinta todos los cables. Nos quedamos así. Nos seguimos despertando de noche. Por los ruidos o por cualquier otra cosa. Y caminamos. Caminamos. En la oscuridad. Y donde ya no dimos más, nos acurrucamos a descansar. Así, aprendimos a habitar esos espacios de la casa nueva. Perdidos y sin pensar ya en dónde habíamos estado antes. No nos decíamos nada, pero los cuatro sabíamos que todas las mañanas la casa cambiaba, todas las tardes, todas las noches. Que algunos días era más grande, otras más alta; que algunas madrugadas era una autopista el pasillo, el baño un estadio. Nos tocábamos el pelo cuando nos veíamos, nos hacíamos muecas, nos reprochábamos ausencias, nos contábamos algo que nos había pasado afuera esa tarde, hacía unos días. Peleábamos por pelear, nos dábamos besos. Casi no hablábamos ya de la casa. Muy de vez en cuando, los chicos nos decían que a la noche el piso estaba frío y las paredes quemaban.
Tomado de: REVISTA ARCADIA, publicado en el cuentario "Las Tormentas"ARGENTINA Santiago Craig @elsanticreiBuenos Aires (1978)En 2018, por su libro Las tormentas quedó seleccionado entre los cinco finalistas del Premio Hispanoamericano de Cuento Gabriel García Márquez. Ha publicado los libros de relatos “El enemigo” (2010), “Los juegos” (2012), “Las tormentas” (2017), “27 maneras de enamorarse” (2018).
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