Coleoptera, Laura Pablo y David Comerón |
Claro que esa teoría ya la había oído
antes, lo de la dulzura de la sangre, pero nunca había sido tan turbadora como
ahora, cuando él le sostiene la pierna estirada –ella sentada, él agachado–
para extenderle bien la pomada en todas las picaduras, y le susurra es porque
tienes la sangre muy dulce, y a ella le parece una suerte que sea así, y baja
la mirada otra vez hacia el suelo, se encoge de hombros, deja de rascarse,
mientras él continúa apretando el tubo y deposita con cuidado, en cada una de
las diminutas ronchas, una pizquita de esa pomada tan suave que casi le hace
cosquillas, hermanándolos, de pronto ambos al mismo nivel, como si no hubiese
ninguna diferencia entre ellos. Los mosquitos saben mucho, añade él después con
un guiño, saben demasiado. Se incorpora y la mira ahora desde arriba, el chico
–para ella, un hombre– frente a la niña –para él, una niña–; ella que sigue con
los ojos bajos y una leve sonrisa complaciente, él repitiéndole, con la voz
rasposa, que su sangre debe de ser azúcar puro para que la hayan puesto como la
han puesto, sembrada de picaduras, devorada entera, dice, mientras los demás
niños del campamento apenas tienen una o dos como mucho, no hay duda de que,
entre todos, eres la preferida. Luego, perdiendo súbitamente el interés por
ella, consulta su reloj, le da una palmadita en el hombro y comenta que es hora
de que se vaya. No te olvides del Aután esta noche, le dice ya desde la puerta,
y la niña se vuelve para asentir, lo mira enmarcado en la entrada del
dispensario, veteado por los rayos que se filtran a través del cañizo. Nos
vemos luego, Eva. Y Eva se va, alegre, acelerada. La ha nombrado, ha dicho su
nombre, su voz le bombea todavía en los oídos cuando llega a las tiendas de
campaña –Eva, Eva…–. Tengo la sangre dulce, piensa, soy la preferida, la
preferida de los mosquitos o a lo mejor de él, su preferida, estoy enamorada,
¿me querrá él a mí?, es tan guapo, es el monitor más guapo de todo el
campamento.
Se lo cuenta a la China, que al principio
le dice mira que eres teatrera, fijo que estás exagerando, pero luego le pide
que se lo cuente todo otra vez, con más detalles, venga, por dónde te cogió la
pierna, de verdad te echó él mismo la pomada, por qué no te dio el tubo para
que te la echaras tú solita, no me estarás tangando, y ríen, ríen juntas, la
China achicando los ojos –de donde nace el mote– y ella encantada. Es la
casualidad de tener tú la sangre dulce, no te me pongas estupenda, si me
picasen a mí lo habría hecho igual conmigo, qué carota, me voy a revolcar por
un hormiguero a ver si me acribillan las hormigas por todos lados, y cuando
dice por todos lados, la China se refriega los pechos, y Eva pierde rápidamente
la sonrisa.
– ¿Qué? ¿Estás celosa?
No sabe qué le pasa con la China. A veces
sí, a veces no. Los años de diferencia, quizá. La China se burla de ella, Eva
se da perfecta cuenta, pero cómo renunciar a la amistad de una de las mayores,
una además como la China, con su cuerpo espigado, sus vestidos cortos, las
pulseras de colores y los enormes aros de plata en las orejas. Eva la mira con
fascinación cuando se maquilla, con qué soltura maneja los pincelitos, qué
preciso su pulso para el lápiz de ojos. Intenta imitarla, finge saber para qué
vale cada botecito. Me olvidé el neceser en casa, dice, ¿me prestas tus cosas? Hay
una extraña sensación de libertad en maquillarse juntas, llevar los labios
pegajosos, el olorcillo a fresa del gloss que en esos días –ese
paréntesis del tiempo– no tiene que ocultar ante nadie. Su amistad con la China
sube su cotización en el grupo, aunque bien pensado no están en ningún grupo:
son ellas dos solas, la mayor y la pequeña, el cisne y el pato feo, la atrevida
y la que aspira al atrevimiento, las solitarias, las malas.
–Con dieciséis ya puedes acostarte con uno
mayor sin que te pase nada.
Eva traga saliva. Pero tú no tienes
dieciséis, le dice. Bueno, los cumplo dentro de tres meses, responde la China,
ya casi–casi sí, qué más da. Pero no los tienes, insiste Eva. Pues más te queda
a ti, se ríe la China. Para acostarte con él vas a tener que esperar tres años,
se habrá olvidado de ti, pero a mí me basta sólo con aguantar un poco, puedo
llamarlo si quiero dentro de tres meses y verás cómo acepta quedar conmigo,
siempre pasa, nunca ninguno me dijo que no. Pero qué es acostarse con alguien,
piensa Eva, tumbarse y luego qué, algo ha oído antes, vaya asco. Ella sólo
querría tener más picaduras, la piel entera llena de picaduras para que él le
unte más pomada, y eso lo tiene garantizado gracias a la dulzura de su sangre,
ella es la preferida aunque sólo tenga trece años, pero ya no se siente tan
contenta como antes, no mientras la China sigue hablando, explicándole que si
las autoridades se enteran de que eso pasa antes de los dieciséis te
pueden mandar a la cárcel, no sólo a él, al monitor o a quien sea el adulto que
lo haga contigo, sino también a la niña, a un centro de menores, y ya no te
dejan salir nunca a la calle, sólo al instituto, y además vigilada, te llevan y
te recogen todo el tiempo, jamás te dejan sola, y Eva piensa que así es como es
su vida cada día, salvo en el campamento, salvo ese maravilloso desliz del
campamento que le colaron a sus padres sin que ellos pudieran sospechar que en
ese sitio hay gente como la China o como el guapo monitor del que se han
enamorado las dos hasta las trancas.
Eva mete las manos en la arena y saca un
pequeño escarabajo que agita las patitas. La China sigue hablando pero Eva ha
dejado de escucharla. Piensa en que los escarabajos grandes se hacen los
muertos cuando los atrapan, pero los pequeños no, aún no han aprendido el truco
que les puede salvar la vida. Cada vez que ve uno por la arena –y hay muchos
por allí, tan cerca de las dunas–, hace la prueba y nunca falla: los grandes se
quedan inmóviles, como petrificados; los pequeños se revuelven entre sus dedos,
haciéndole cosquillas. La China dice que no hay necesidad de coger todos los
bichos que ve, pero Eva va a estudiar zoología, lo tiene clarísimo, lo sabrá
todo de los animales y viajará por África y Asia, y también por América, y hará
documentales que saldrán en la televisión mostrando especies que todo el mundo
pensaba que se habían extinguido, pero no, o especies que ella descubrirá y que
nadie podía imaginar que existían, pero sí. La China le está contando ahora que
conoció a una chica que se escapó de un centro de menores y estuvo diez días
sola, andando por las carreteras, hasta que la encontraron, y Eva piensa en que
en cuanto vea al monitor podrá exponerle su teoría de los escarabajos, cómo las
crías aún no saben que hay que disimular para sobrevivir, porque ése es el tipo
de cosas de las que suelen hablarles los monitores en las excursiones, y aunque
él es el encargado del dispensario médico y no participa en las actividades en
la misma medida que los otros, seguro que también entiende de animales, y que
apreciará que Eva se fije en los bichos, da igual que tenga sólo trece años, le
gustará porque es lista y observadora, y aunque no se ponga vestidos bonitos
como los de la China –sólo camisetas grandotas y pantalones de deporte, la ropa
espantosa que hereda de sus primos–, tiene la sangre dulce, cosa que la China
no, cosa que los demás niños seguro que no.
Eva sonríe.
Por supuesto, al caer la tarde no se echa
el Aután –huele fatal, dice–, y aunque se mete en el saco de dormir con la
cremallera hasta arriba, siente toda la noche el zumbar de los mosquitos
merodeando. Adormecida, olvida que se prometió a sí misma no dar palmetazos
para espantarlos. Se despierta intranquila, cansada, cuando el monitor
encargado de su tienda –uno simpático y gordito que le cae bien, pero que por
supuesto no es lo mismo– mete la cabeza por la lona y vocea la hora, vamos,
arriba, hoy iremos bien temprano a la playa. Se mira los brazos y las piernas y
comprueba con disgusto que sólo tiene un par de picaduras nuevas, nada que
justifique otra visita al dispensario. Ojalá le pique en el agua una medusa, se
dice, ojalá a ellas también les atraiga la sangre dulce.
La China va a buscarla después del
desayuno. Se acerca cojeando. ¿Qué te ha pasado?, pregunta Eva, aunque ya se
está temiendo lo peor. La China le habla de la tarima sobre las que se elevan
las tiendas de campaña. Al despertarse, metió el pie por uno de los huecos y se
torció el tobillo. Ahora debe de tener un esguince, si es que no se ha roto
algo incluso, no podrá ir a la playa con ella, se quedará en el campamento,
descansando. Eva siente un estremecimiento en el estómago. No es sólo por
imaginar lo que ni siquiera se atreve a imaginar; es que verdaderamente le
angustia ir a la playa sin su protección. Asiente y mira a lo lejos la línea de
las dunas, que se extienden suaves y blancas bajo el cielo sin nubes, cegador.
Sin la China se encuentra demasiado sola, muere la Eva del campamento y revive
la otra, la del resto de los días.
Eva vuelve a su tienda, prepara la mochila
con desgana. Una de sus compañeras se queda fuera para vigilar que ningún chico
entre mientras ellas se cambian. Aunque las demás niñas se desnudan delante de
las otras sin pudor, Eva se tapa con una toalla para ponerse el bañador. Su
bañador horrible, que le queda horrible, y que intentará ocultar todo el
tiempo, también más tarde, cuando tras subir y bajar la duna bajo el sol
despiadado –sudará y estará sola–, se metan en el agua punzante, en las olas
heladas que esta vez no consiguen que se sienta ni ligera ni libre. Salir del
agua, ir corriendo hasta su toalla, ponerse la camiseta enorme que aún puede
dejar la posibilidad de imaginar que lo que hay debajo es un bonito bikini
fluorescente, como los que llevan las otras. La arena se le pega en la ropa mojada,
le roza en la piel irritada. Eva tiene ganas de llorar.
Un niño se sienta a su lado, uno de su
edad, delgado, rubio hasta las pestañas. Le pregunta por la China, pero sin
interés, como si lo único que de verdad quisiera fuera empezar una
conversación, y señala el montoncito de conchas que ella ha reunido entre sus
pies, para qué las coges, le dice, se las vas a llevar a tu madre o qué. No hay
agresividad en sus palabras, simplemente curiosidad, y Eva cree que quizá pueda
hablar con ese niño, explicarle, mira, las que son así como caracolitos,
retorcidas, son de gasterópodos, éstas tan pequeñas son coquinas, y esto creo
que es un pedazo de ostra, las que más me gustan son las que tienen brillo,
dice el niño, y ella está de acuerdo, quieres una, le ofrece, y él acepta.
Luego cavan en la arena hasta meter los codos, buscando agua en el fondo, sin
hablar. Hay algo triste en ese niño que la reconforta, pero es algo
transitorio, muy quebradizo, que dura apenas lo que dura el tiempo en que se
acercan los otros y los ven, el tiempo en que lo llaman y él se levanta
sacudiéndose la arena del bañador, un poco avergonzado, alejándose corriendo y
sin despedirse. Eva oye después algunas risas, no sabe si es por ella o por
cualquier otro motivo, pero en cualquier caso no son risas para ella, sí para
las otras, las demás chicas, juguetonas, insinuantes, seguras y frescas ante
los chicos, que se estiran, dan vueltas, inflan el pecho con firmeza: así son
los mayores, mientras que los pequeños son pequeños y Eva tampoco quiere estar
con ellos. Incómoda, con la camiseta húmeda sobre su bañador horrible, se
abraza las rodillas mirando el mar picado, el grupo de monitores allá a lo
lejos –sin él, sin él–, las gaviotas chillonas y tan grandes que parecen
irreales, como fabricadas con corcho blanco, los dedos de sus pies
ennegrecidos, la tobillera que se compró a escondidas porque a su madre no le
gustan las tobilleras, y que ahora lleva puesta aunque él no pueda vérsela, una
lástima.
Vuelven tan tarde que no les da tiempo a
cambiarse para la comida, macarrones con pollo, ensalada, melón, casi ninguno
toma ensalada, Eva en realidad no toma casi nada, más preocupada en mirar
alrededor y buscar a la China, aunque sólo está el hueco en la mesa donde suele
sentarse, un vacío lleno de presagios y de inquietud. ¿Tan mal se encuentra
como para saltarse el almuerzo?, piensa. Luego corre a buscarla a su tienda, la
de las mayores, y un par de chicas la miran con desdén desde dentro, yo qué sé
dónde está, dice una, ¿no eres tú su amiga?, dice la otra. Eva ya sabía que la
China no encaja bien con sus compañeras de tienda –la envidia, le había
explicado ella–, pero no se esperaba ese odio tan fuerte, que se extiende hacia
ella, en la mirada de las chicas hacia ella, déjanos en paz, estábamos durmiendo,
le dicen, aunque no es verdad que estuvieran durmiendo, porque Eva ha notado ya
desde que se asomó el olor a tabaco, y eso que está rotundamente prohibido,
sobre todo por el riesgo de incendio, advierten constantemente los monitores. A
ella no le importa que fumen.
Ella sólo necesita saber dónde se ha metido la
China.
Y va al dispensario.
A la hora de la siesta, el calor golpea
fuerte sobre la cabaña, mucho más fuerte de lo que Eva se atreve a golpear la
puerta, en realidad son tan sólo dos toquecitos los que da, tímidos pero
desesperados, y luego se queda escrutando el silencio, las voces de los chicos
ablandadas por la distancia al igual que se ablandan el cielo y los pinares con
el aire caliente, pues son justo las cuatro de la tarde y es posible que no
haya nadie dentro. Aguza los oídos, pega los ojos a la ventana cerrada, le
parece ver una sombra cruzar ante las lamas, pero puede ser su imaginación, si
hubiese alguien, se dice, le abrirían la puerta. Baja la vista y ve un pequeño
escarabajo acercándose, se agacha y lo coge, el escarabajo agita las patas con
nerviosismo, nunca falla la regla, se repite a sí misma, pero a quién
contárselo si él no está, o está pero no quiere abrir la puerta. La tierra arde
y Eva se está quemando, allí parada al sol, todavía con su horrible bañador
bajo la ropa y el escarabajo en la mano. Se da la vuelta, se marcha.
Estuve por ahí, dice la China mascando
chicle, y ella sabe que no va a darle más explicaciones, se enfadará incluso si
trata de indagar, así que sólo le queda el alivio innegable de tenerla otra vez
a su lado, intenta conformarse con eso, ¿y tu tobillo?, pregunta, y la China
responde sin mirarla que él le dio un masaje con un gel frío, casi helado, se
le curó al instante, tiene manos de Dios, es milagroso. Me dijo que pasáramos
mañana a verlo, dice también. Las dos, añade. Eva levanta las cejas, le bate el
corazón, se le suaviza de pronto el ardor que le estaba oprimiendo la garganta.
¿También yo? Sí, claro, me preguntó por ti, por tus picaduras, me contó la
teoría de la sangre dulce. Ella, la China, debe de tenerla más bien salada,
ríe, porque por más que quiera no le pica ni un bicho, pero se le torció el
tobillo y también tuvo su ración de pomada al fin y al cabo. Eva oscila entre
la alegría y el vértigo. Él quiere verla. Quiere supervisar cómo van las
picaduras, quiere cuidarla, estar con ella un rato, quizás hablarle. ¿A qué
hora tengo que ir?, le pregunta a la China. Ella hace un gesto de
indeterminación. Por la tarde, supongo. Tenemos que ir juntas. Juntas, piensa
Eva. Se quedan en silencio. Sentadas junto a la explanada de la pista
deportiva, miran las estrellas sin verlas, el cielo perforado en el que Eva
busca constelaciones cada noche, pero no esta vez. El rumor de la carretera, a
lo lejos, forma parte también de esa naturaleza tan ajena. Se oyen las
chicharras y el ulular de un ave, Eva no sabe cuál, porque a ella lo que se le
dan bien son los insectos. Juntas, piensa, pero decide que le da igual, le
contará lo mismo lo de los escarabajos aunque la China esté delante y se ría de
ella o trate de ridiculizarla ante él. En eso, Eva siempre llevará ventaja.
Quizá no en los vestidos, ni en la soltura, ni en el cuerpo esbelto ni en la
voz áspera de chica ya mayor, pero sí en eso, al menos.
La tarde quiere decir en realidad la hora
de la siesta, y cuando la China la recoge para ir juntas al dispensario –la
misma luz, el mismo calor, el mismo adormecimiento del paisaje disolviéndose en
la calima de las cuatro– y, sobre todo, cuando él echa el cerrojo y comienza a
hablar en susurros, Eva recuerda el día anterior, y la puerta cerrada, y la
ventana cerrada, y la sombra que cruzó tras las lamas. Se sienta en la camilla
confundida, mientras él le inspecciona las piernas agachado frente a ella,
rozando levemente las ronchas, esto va mucho mejor, se te están curando todas
muy rápido, ésta en cambio va más despacio, matiza al subir su dedo por el
muslo, ésta debió de hacértela una arañita que tenía más veneno. Levanta los
ojos, se miran. La China se ha sentado a su lado, paciente, esperando su turno.
Ahora él le está palpando el tobillo, ya no está nada hinchado, dice, pero le
unta un poco más de ese gel que la China dice, con un gritito, que está tan
frío. Las dos os habéis recuperado muy bien, da gusto tener pacientes como
vosotras. Desde arriba, Eva ve que le clarea el pelo en la mitad del cráneo,
como si justo allí le hubiese aterrizado un ovni, piensa, y hay una especie de
rechazo al pensarlo. De repente, encuentra algo ahí inadecuado y
desconcertante.
–¿Tú eres médico? –pregunta.
Claro que sí, responde él de inmediato,
vaya pregunta. Se ha levantado y hay ahora un brillo distinto en su mirada,
cuando la enfoca desde arriba, las manos colgando a la altura de la cara de
Eva, unas manos con vello muy oscuro en los dedos, la parte superior de los
dedos, las falanges, piensa Eva, que es buena alumna y se estudió bien todos
los huesos del esqueleto humano, sin entender aún que ésa es otra señal para el
rechazo. Él le pregunta si acaso no se fía. ¿Está enfadado? ¿Se hace el
enfadado para divertirse con ella? Le explica que en todos los campamentos, por
ley, debe haber un médico o un enfermero, y recalca lo de la ley, y Eva siente
que la está regañando. Las dos deberíais darme un beso por haberos curado, dice
luego, en vez de andar dudando de mis títulos. La China palmotea, claro que sí,
dice levantándose también. Lo abraza, le estampa un beso sonoro en la mejilla.
Él la rodea por la cintura, casi la levanta en brazos, porque la China es
ligera y él –Eva toma conciencia– más bien corpulento. Eva siente un ramalazo
de celos, que se mezclan y chocan con la inquietud inicial, aturdiéndola. No
quiere quedar fuera, no otra vez repudiada, excluida, eliminada de la
competición sin haberlo intentado siquiera, así que también se levanta, se les
acerca con rapidez, abre los brazos y cuando él se agacha para estar a su
altura, soltando ya a la China, Eva posa directamente los labios en los suyos,
los aprieta contra los suyos, cierra los ojos fuerte, y él se deja apretar unos
segundos hasta que tienen que separarse para coger aire. Vaya, vaya, vaya,
murmura después. Se está riendo, la mira y se ríe, Eva no sabe qué le hace
tanta gracia, pero nota que lo ha sorprendido, y ella también ríe, mirando de
reojo a la China, que ríe pero menos, más suavito, pasándose la lengua por los
labios brillantes, sabiendo que es un juego y que ahora le toca a ella mover
ficha. Así que se abalanza, lo besa también en los labios y Eva se queda
fascinada ante el movimiento no sólo de las bocas, sino también de las manos y
de los cuerpos, que se buscan encajándose el uno contra el otro. Mira
hipnotizada, hasta que el dolor es demasiado fuerte y la garganta le empieza a
arder de nuevo, las lágrimas calientes agolpadas tras los ojos, y se le forma
un hueco en el pecho, como si el espacio interior de la caja torácica se
estuviese ensanchando para explotar y reventarle las costillas. Como otras
veces, sabe que hay que aguantar las ganas de llorar, porque si llora,
reconoce; si llora, admite; si llora, pierde. Se muerde los labios, tose un par
de veces, desvía la mirada para luego volver a clavarla en la pareja, que ya se
está separando. La China la contempla triunfante –se ha despeinado un poco,
está preciosa– y él con preocupación, el ceño fruncido, Evita, dice, qué te
pasa, no hay nada malo en esto. Evita. No entiende por qué utiliza ahora
el diminutivo. ¿Para acercarse o para alejarla? Ve cómo le hace un gesto a la
China, un gesto apaciguador con la mano, el mismo gesto que se le haría a un
perrito ansioso por salir a la calle, mientras se aproxima a Eva repitiendo que
no hay nada malo en abrazarse. Le besa el pelo, le acaricia los hombros. Tú
eres la más bonita, le susurra después al oído. Tú eres la más bonita. El
eco retumba en su cabeza. ¿Ha dicho eso en serio? ¿Lo ha oído la China? ¿Lo ha
dicho tan bajito porque no quiere que la China lo oiga? Y si es así, ¿por qué
no quiere? ¿Porque es mentira, ya que la más bonita es la China, y sólo lo está
diciendo para consolarla a ella? ¿O porque es verdad y no quiere enfadar a la
China, pero necesita que ella, Eva, la más bonita, lo sepa? Espera a crecer un
poco, dice luego, y esto le gusta porque su voz es cálida y sentirla en su oído
vale tanto como ser acariciada, pero a la vez no entiende a qué hay que
esperar, ni qué quiere decir con crecer, si ella no es una niña como las
pequeñas, si ella está más cercana a la China aunque nadie lo sepa, aunque él
no lo sepa, ni sus padres –menos mal– lo sepan, y ni siquiera la China –que
continúa mirando sonriente– lo sepa. Y en realidad, rectifica, tampoco es como
la China, porque ella sabe muchas cosas que a la China no le interesan lo más
mínimo, aunque seguro que a él sí le interesan, como lo de los escarabajos, que
sólo se fingen muertos cuando son adultos pero de chiquitos patalean si los
coges, y decide contarlo, ahora o nunca, intuyendo en el fondo que no es el
momento, pero a la vez sabiendo que ha de hacerlo, que si ya ha empezado tiene
que terminar de contarlo, a pesar de la expresión de ambos, de él y de la
China, que no muestran sorpresa ni rechazo, pero tampoco curiosidad, sólo esa
especie de dulzura paciente que los mayores despliegan a veces ante los
pequeños. Eva habla atropelladamente, ha probado mil veces, afirma, cada vez
que ve un escarabajo lo comprueba, lo que no sabe es a qué edad aprenden a
fingir, y tampoco sabe si aprenden el truco por sí mismos o si son los mayores
los que se lo enseñan. Son animales listos, concluye él, pero tú lo eres más, y
Eva sabe ya con certeza que ha hecho el ridículo.
Por eso, ahora quisiera besarlo del mismo
modo que la China lo besó antes.
Tiene que besarlo así, corregir ese error,
su paso atrás.
Y se muere de ganas, pero cómo hacerlo.
Se acerca. Él la espera. ¿Él la espera? Sí,
la está esperando, y también la China espera, Eva la nota a un lado,
expectante, tensa, y ella sigue acercándose aunque él no se mueve lo más
mínimo, la que se mueve es justamente quien no debe, la inesperada, interceptando
el paso, gatuna, lenta, su calor ya cercano, la cabaña en sombras, el tiempo
suspendido o agolpado, en punto muerto, la mano que la toma del brazo y que le
hace cambiar de dirección, el giro de la cabeza, y una boca –otra boca– en la
suya, blanda, mucho más blanda que la de él, suave, mucho más suave que la de
él, cercana, muchísimo más cercana que ninguna, femenina. Eva se retira
espantada. Los tres quedan inmóviles, sin saber bien cuál es ahora el siguiente
paso, los tres empatados de pronto, igual de incluidos o de excluidos, la
balanza en equilibrio, compensada, besos en las tres direcciones posibles, y
continúan así unos instantes, unos segundos que parecen mucho más largos de lo
que realmente son, segundos que tienen peso, que son densos, que caen uno tras
otro, o uno sobre otro, y que casi sin transición inclinan la balanza hacia uno
de los lados sin que Eva comprenda cómo ni por qué se decide este cambio, ni
quién lo decide y, sobre todo, sin que comprenda en qué consiste exactamente el
cambio. Pero hay un cambio, sin duda, y de eso hasta ella es capaz de darse
cuenta.
–Eva –dice él finalmente–, ¿podrías ir a
por unos helados? ¿No te apetece que tomemos algo fresquito los tres juntos?
Sin esperar respuesta ya está cogiendo su
cartera, rebuscando en ella. Le tiende un billete. Un cornetto de
nata, dice. ¿Tú también?, pregunta a la China, que asiente sin despegar los
labios. Y lo que tú quieras, claro, pero date prisa, que lo estamos pasando muy
bien juntos. Eva piensa que si ha dicho helados, y no cualquier otra chuchería,
es porque no quiere que tarde mucho, y el pensamiento la tranquiliza. Él
descorre el cerrojo y al abrir la puerta el sol inunda el interior de la
cabaña, formando un triángulo de luz, con la China situada exactamente en el vértice
más profundo. Eva la mira por última vez, coge el dinero y se va todo lo rápido
que puede, que no es mucho, porque lleva chanclas y la arena ardiente se le
cuela al avanzar, quemándole las plantas de los pies. El kiosco está a cinco
minutos, junto al comedor, pero la dueña, que es también la cocinera del
campamento, está liada fregando una olla gigantesca y tarda en atenderla.
Cuando por fin pide los helados, Eva paladea el encanto de la trasgresión,
porque la cocinera ha de pensar que son cosas de niños, para niños, mientras
ella está pagando con el dinero de un adulto, por mandato de un adulto, y de un
adulto además al que acaba de besar, y ante quien se ha besado con otra de las
niñas, pero los helados son idénticos los tres, uno para cada uno, mayores y
pequeños igualados. Regresa apresurada con los cucuruchos en la mano, los
envoltorios brillan bajo el sol, nata y chocolate, lee, corazón de avellana,
disfruta del verano.
Corazón de avellana, repite entre dientes.
Disfruta del verano, canturrea.
Pero cuando llega y llama a la puerta, sólo
encuentra silencio. Silencio, decepción y sorpresa. ¿De verdad no se enteran?
¿Puede ser que no quieran abrirle? ¿O han querido gastarle una broma y se han
ido a otro lado? Llama más fuerte, aunque mucho menos de lo que quisiera,
porque en realidad le gustaría aporrear en la madera, patearla. ¡Los helados!,
grita. Y después, más flojito: se van a derretir. Se sienta en el escaloncito
de la puerta, extiende las piernas, tiembla de rabia. El calor es infame y le
sudan las corvas, entre la humillación y la vergüenza. No puede ser que eso
esté pasando, qué están haciendo dentro, y si no están dentro adónde han ido,
no se dan cuenta de que van a quedarse sin helados, toda esa cantidad de besos
sin ella, por qué otra vez estar fuera de todo, por qué otra vez la sensación
de haber sido excluida, de no pertenecer a nadie, de ser siempre unidad y nunca
grupo. Aguanta las lágrimas, rasga el papel de su helado, se lo come a bocados,
ya demasiado blando, dejando los otros dos en el suelo, pensando que se vayan a
la mierda, no se merecen que llore por ellos. Cuando acabe de comérmelo, se
dice, vuelvo a llamar y si no me abren me voy y no les dirijo la palabra en la
vida. Pero vuelve a llamar, no le abren, no se va. Se queda allí, mirando los
helados derretirse, derramándose un poco por los pliegues del papel, ya
inservibles, completamente líquidos, por qué me han hecho esto, ¿así era el
juego? Ahora está sudando también por la espalda, por la frente y el cuello,
los ojos le pican, tiene sed y el corazón le va a reventar de rencor, pero
permanece paralizada bajo el sol, pensando que ella también es un helado que
terminará derritiéndose y fundiéndose en la tierra, y que cuando abran la
puerta no quedará nada de ella, sólo la ropa, esa ropa tan fea que tanto odia,
y se sentirán culpables por haberla dejado fuera, por haberle gastado una broma
tan pesada.
Oye un ruido dentro. Un ruido que no
entiende. ¿Algo arrastrándose? Se tapa con fuerza las orejas. No sabe si quiere
o no escuchar.
Se levanta para irse, pero no se va.
Y es entonces cuando se abre la puerta. Él,
sonriente, apurado, no te habíamos oído, por qué no has llamado más fuerte. La
China, recortada por la luz que entra de lleno en la cabaña, al fondo, otra vez
en el vértice exacto del triángulo, también sonriente, respirando agitada,
mirándola con fijeza, pidiéndole que entre, vamos entra, cuánto calor ahí
fuera, entra. ¿Y los helados? Eva se agacha, los coge, se los muestra. El
envoltorio ya no sostiene el peso de ese relleno blando que se escapa por cada
abertura. Eva pone las manos debajo para sostenerlos, pero el helado resbala
por los dedos, gotea hasta el suelo. Oh, vamos, entra, después compramos otros,
no pasa nada, dice él, perdónanos, estamos tontos. Eva entra, se encamina hacia
la papelera, tratando de creer que es verdad la mentira, mientras la China
sigue sonriendo, de pie, completamente quieta en su sitio. Eva la mira de reojo
al tirar los helados, pero luego se siente abochornada y esquiva sus ojos,
enfocando a cambio el interior de la papelera, donde hay, además de los helados
derretidos, unos kleenex usados, un blíster de pastillas vacío, y
también una goma arrugada y amarillenta con algo dentro que también parece
derretirse, algo así como un trozo de guante de limpieza, o un guante médico, o
un globito, pero lleno de algo, algo blanquecino, fluido y asqueroso, como
moco.
Eva sabe lo que es, pero quisiera al mismo
tiempo no saberlo.
–Qué calor– dice él–. Vaya solana fuera.
Quedaos aquí conmigo un rato más.
Y cierra la puerta.
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