Ron Thomas, Ben on a bike |
La noticia
la trajo Darío, el hijo del panadero. Supimos que algo había pasado en cuanto
lo vimos parado en los pedales, acercándose bajo el sol del mediodía. Alguien
dijo: “¿Y ese? ¡Si es Darío!”.
Estábamos sentados en la terraza, agobiados por
el aire caliente e inmóvil que se había instalado la última semana, y lo único
que se oía era el murmullo a mar del ventilador. Frente a mí, Clara dormitaba
con el vestido enrollado sobre los muslos huesudos y aquel pecho de pájaro embalsamado,
raquítico, que se elevaba apenas lo suficiente para dejar entrar un poco de
aire. Al lado estaba sentada mamá, toda de negro a pesar del bochorno de la
canícula; tenía el pelo levantado con horquillas y su moño parecía una torre
mal armada. Más lejos, la Gorda Teresa y su marido, Jesús. Los dos estrenaban
ropa, como les gustaba hacer los días de fiesta patria; ella una solera y él
una camisa que la Gorda le cosió con el resto de tela que le había sobrado. En
eso pensaba yo, justo antes de que alguien, tal vez la propia Gorda,
descubriera la bicicleta en el camino. “Sí, dijo Clara después, Darío”. Nos
incorporamos un poco, sin fuerza para levantarnos de las reposeras. Mamá se
persignó, y en la cara de todos se percibió el desasosiego de los malos augurios.
–Hilda,
andá preparándole algo al pobre –dijo mi madre, y acompañó con un impulso de la
cabeza.
Enganché
los pies en las sandalias y me levanté con lentitud. Los huesos crujieron;
había algo dentro del cuerpo que se resistía al movimiento, que amenazaba con
quebrarse como una rama seca. Al pasar frente al ventilador, con su aire leve y
tibio, me detuve un momento y dejé que el viento me golpeara la cara y empujara
el pelo hacia atrás.
A medida
que se fue acercando, pude oír el ruido de las llantas en el ripio. Yo lo
esperaba en la puerta, con el vaso de limonada en la mano. Darío se detuvo a
unos metros de la casa, apoyó un pie en el piso y saltó de la bicicleta, que
cayó de lado levantando polvo. “Buenas, señora Hilda”, me dijo de lejos. Estaba
hinchado de calor y los ojos se le perdían en la cara como dos orificios hechos
a prepo. En la mano sostenía un paquete envuelto en papel marrón. El sol
golpeaba con fuerza, y aunque me había resguardado en la línea de sombra que
arrojaba el alero, volví a sentir el pelo pegado en la nuca y ese calor dañino
que subía de la tierra.
–¿Qué traés
ahí? –le pregunté.
Dio unos
pasos hacia mí, como indeciso. No sabía si darme la noticia primero, el
pobrecito.
–¿Tu madre
no te dijo que te podés enfermar a estas horas?
No se
animaba a acercarse del todo o bien no sabía qué decir, porque se quedó inmóvil
bajo el rayo del sol, erguido y solemne como un soldado, mientras el sudor le
chorreaba la cara y empapaba la camiseta.
–Traigo un
pan dulce –dijo, y me ofreció el paquete con las dos manos.
Le hice una
seña hacia el interior del porche:
–Vení, ¿no
querés limonada?
Él asintió
y se acercó con pasos temerosos. Me extendió el paquete y una vez que tuvo las
manos libres se limpió la frente y los ojos con las palmas extendidas antes de
aceptar el vaso. El paquete estaba hirviendo y a través del papel pude sentir
el pan aplastado y pegajoso.
–Decile a
tu madre que gracias –dije, pero no sé si me oyó, porque tenía la cara encajada
hasta las cejas dentro del vaso y la garganta le hacía ruido al tragar.
Cuando
terminó, levantó los ojos hacia mí y habló lento, todavía jadeante:
–Él está de
vuelta –miró hacia abajo, dentro del vaso vacío, como si esperara algo. Luego
revolvió la lengua, que yo imaginé fresca y húmeda, y pareció tomar impulso:–.
Se lo dijo el señor Augusto a mi mamá y ella no le creyó pero él dice que lo
vio todo el mundo, que está acá, y vivito y coleando. Eso fue lo que le dijo
Augusto, y que viene para acá, y que mejor era avisarle a la señora Luisa o le
podía dar un soponcio.
–Un
soponcio.
–Sí, un
soponcio –volvió a decir, y algo en los ojos le brilló, la fugaz ilusión de que
una cosa terrible pudiera suceder.
–Bueno, yo
le aviso. ¿Querés otro vaso?
Dudó, pero
luego negó con la cabeza y miró en dirección de la bicicleta tirada en el
camino.
–Gracias
por el pan, decile a tu madre. Y vos no te preocupes que yo le aviso.
Eso pareció
tranquilizarlo. Tal vez tuviera miedo de que lo arrastrara hasta la terraza y
lo obligara a repetir esas mismas palabras frente a mi madre. Entonces el
soponcio, un desmayo, un grito descontrolado de felicidad. Llanto, tal vez. Las
manos alzadas al cielo, los ojos en blanco, la lengua dada vuelta, ahogando la
garganta seca, descreída ya de milagros. Y Darío ahí, como un ángel con sus
alas de metal calientes y herrumbradas.
A mí la
noticia no me sorprendió; tampoco me había sorprendido la otra, la de su muerte
lejana. Será porque desde chica me había acostumbrado a imaginarlo muerto,
dentro de un cajón, no pálido ni frío, sino como dormido, con la cabeza rodeada
de flores. Eso empezó el año en que a mi madre la internaron en el psiquiátrico
de la Misericordia. Mi hermana y yo quedamos a cargo de Fabio. Clara era bebé;
no se acuerda de nada. Pero yo sí recuerdo el frío, mi cuerpo tiritando bajo la
sábana tensa y blanca. Tenía que bañarme antes de ir a la cama. Fabio dejaba
que me enjabonara sola, pero se quedaba en el baño, vigilándome. Hasta ahora
tengo que ducharme con la radio prendida para no recordar aquel silencio hecho
solo de agua. Después él me envolvía en el toallón y me secaba. A veces,
mientras intentaba dormirme, imaginaba a Fabio muerto con una corona de rosas;
a veces el cajón era la bañera, a veces yo era la única que lo velaba.
Será por
eso que no me sorprendió. Clara sí lo lloró de forma violenta, exagerando cada
estertor de su pecho esquelético. Contó a quien quisiera oírla sobre el día en
que Fabio la salvó del derrumbe en la cabaña de troncos y no sé cuántas veces
la oí decir “Mi hermano era todo para mí”. Mamá, silenciosa y digna, se limitó
a ponerse de luto, y todavía hoy, doce años después de aquel simulacro de
entierro a distancia, la ropa negra y sufrida que se había impuesto seguía
siendo su forma de mostrarle a todos que ella tenía una pena más profunda, más
inolvidable que cualquier otra. Pero yo no; yo no me uní al coro de lamentos de
las mujeres, la Gorda incluida, y en el fondo siempre pensé que lo único que mi
hermano buscaba era librarse de nosotros, de mamá, más que nada, y que todos en
el pueblo pensaran en él como en un ganador o un héroe. Ahora se convertía en
algo mejor: un muerto resucitado que volvería cargado de grandes aventuras, de
relatos sobre cómo la muerte casi lo toma desprevenido.
Me quedé
parada en el zaguán mirando a Darío alejarse. En una mano tenía el paquete con
el pan dulce, blando y apelmazado; en la otra, el vaso del chiquilín. Los
hielos se habían derretido y aproveché para pasarme el vaso mojado por la
frente y el escote. Esta vez le tocaba la bajada y apenas se lo veía, oculto
tras una nube de polvo. Si pensé en algo, no lo recuerdo. A veces cuando se
piensa en mucha cosa, da la sensación de no estar pensando en nada. Sólo sé que
esperé ahí un buen rato. Esperé, digo, aun cuando no quedaban ni rastros de la
bicicleta y la tierra comenzaba a asentarse, desprovista de misterio.
En la
oscuridad fresca y enmohecida del comedor, temblaban las velas del altar. Las
llamas habían manchado de tizne la pared y en medio de esas dos columnas negras
colgaban rosarios, fotos de la Virgen, crucifijos, pequeños corazones
sangrantes coronados de espinas. Más abajo, sobre el mueble, una colección de
fotos de Fabio en casi todas las edades, rodeadas de flores de plástico,
estampitas, oraciones que los parientes y amigos iban dejando. Si hasta era más
lindo muerto que vivo. Si hasta podíamos quererlo más. ¿Cómo estaría ahora?
Viejo. Tal vez herido, sin piernas, sin dedos, con un parche en el ojo. O
ablandado por los años, desdentado, corroído por la intemperie y la mentira
como una lata de arvejas abandonada. Pensé en la lata y me vi a mí misma
disparándole en el pecho; tres agujeros bien redondos, mi puntería de antes. El
rifle estaba guardado dentro del armario de caoba, abajo mismo del altar; sólo
tenía que dar vuelta la llave y esperarlo en la entrada del potrero. Total
nadie lo esperaba; nadie iría a buscarlo. Lo vi: una lata vieja y agujereada, y
por los agujeros se iban los recuerdos, la posibilidad última de todo regreso.
Dejé el
vaso en la cocina, pasé sin detenerme frente al ventilador, subí la escalera
hacia la terraza, con la misma lentitud con la que había bajado, y volví a
sentarme en la reposera. Con un pie empujé una sandalia que cayó seca sobre el
piso; después la otra. Todos esperaron en silencio a que me descalzara.
–Nos mandan
este pan –dije, y empecé a desenvolver el paquete sobre la falda.
–¡Hilda!
–dijo mi madre.
A pesar del
resplandor, tenía la cara tomada por la sombra.
El pan
caliente y roto, surcado de grietas, parecía ahora un cerebro expuesto, una
flor terrible y dolorosa.
–Que nos
mandan este pan –repetí, firme– y me piden que vaya. Que la hija mayor se
separó del marido y el tipo se llevó todo: los muebles, la plata, todo. Quedó
arrasada.
–¿Y vos qué
tenés que ver con eso?
Me encogí
de hombros.
–No tienen
a nadie más…
La Gorda fue
a decir algo pero Jesús le hizo un gesto para que se callara. Levanté la vista.
A lo lejos, en el extremo sur del camino, una figura negra, imperceptible aún
para los demás, avanzaba lentamente hacia nosotros.
URUGUAY, Fernanda Trías @trias_fernandaMontevideo (1976)Nominada en el 2016 al Premio Hispanoamericano de Cuento Gabriel García Márquez por su libro "No soñarás flores"El cuento "El regreso" pertenece a su cuentario homónimo.
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