Primer cuento subrayado: La caída de la casa Usher de Edgar Allan Poe
Segundo cuento subrayado: La lotería de Shirley Jackson
Primera canción: El fantasma de Canterville de Charly García
Segunda canción: Eyes without a face de Billy Idol
Tercera canción: Killing strangers de Marilyn Manson
Aquí, de rodillas, con la
cabeza gacha y cubierta con un trapo inmundo, me concentro en escuchar a los
gallos, cuántos son, si están en jaula o en corral. Papá era gallero y, como no
tenía con quién dejarme, me llevaba a las peleas. Las primeras veces lloraba al
ver al gallito desbaratado sobre la arena y él se reía y me decía mujercita.
Por la noche, gallos gigantes,
vampiros, devoraban mis tripas, gritaba y él venía a mi cama y me volvía a
decir mujercita.
–Ya, no seas tan mujercita. Son
gallos, carajo.
Después ya no lloraba al ver
las tripas calientes del gallo perdedor mezclándose con el polvo. Yo era quien
recogía esa bola de plumas y vísceras y la llevaba al contenedor de la basura. Yo
les decía: adiós gallito, sé feliz en el cielo donde hay miles de gusanos y
campo y maíz y familias que aman a los gallitos. De camino, siempre algún señor
gallero me daba un caramelo o una moneda por tocarme o besarme o tocarlo y
besarlo. Tenía miedo de que si se lo decía a papá, volvería a llamarme
mujercita.
–Ya, no seas tan mujercita.
Son galleros, carajo.
Una noche, a un gallo le
explotó la barriga mientras lo llevaba en mis brazos como a una muñeca y
descubrí que a esos señores tan machos que gritaban y azuzaban para que un gallo
abriera en canal a otro, les daba asco la caca y la sangre y las vísceras del
gallo muerto. Así que me llenaba las manos, las rodillas y la cara con esa
mezcla y ya no me jodían con besos ni pendejadas.
Le decían a mi papá:
–Tu hija es una monstrua.
Y él respondía que más
monstruos eran ellos y después les chocaba los vasitos de licor.
–Más monstruo, vos. Salud.
El olor dentro de una gallera
es asqueroso. A veces me quedaba dormida en una esquina, debajo de las
graderías y despertaba con algún hombre de esos mirándome la ropa interior por
debajo del uniforme del colegio, por eso antes de quedarme dormida me metía la
cabeza de un gallo en medio de las piernas. Una o muchas. Un cinturón de
cabezas de gallitos. Levantar una falda y encontrarse cabecitas arrancadas
tampoco gusta a los machos.
A veces, papá me despertaba
para que tirara a la basura otro gallo despanzurrado. A veces, iba él mismo y
los amigos le decían que para qué mierda tenía a la muchacha, que si era un
maricón. Él se iba con el gallo descuajaringado chorreando sangre. Desde la
puerta les tiraba un beso. Los amigos se reían.
Sé que aquí, en algún lado,
hay gallos porque reconocería ese olor a miles de kilómetros. El olor de mi
vida, el olor de mi padre. Huele a sangre, a hombre, a caca, a licor barato, a
sudor agrio y a grasa industrial. No hay que ser muy inteligente para saber que
este es un sitio clandestino, un lugar refundido quién sabe dónde, y que estoy
muy pero que muy jodida.
Habla un hombre. Tendrá unos
cuarenta. Lo imagino gordo, calvo y sucio, con camiseta blanca sin mangas,
short y chancletas plásticas, le imagino las uñas del meñique y del pulgar
largas. Habla en plural. Aquí hay alguien más que yo. Aquí hay más gente de
rodillas, con la cabeza gacha, cubierta por esta asquerosa tela oscura.
–A ver, nos vamos
tranquilizando, que al primer hijueputa que haga un solo ruido le meto un tiro
en la cabeza. Si todos colaboramos, todos salimos de esta noche enteros.
Siento su panza contra mi
cabeza y luego el cañón de la pistola. No, no bromea.
Una chica llora unos metros a
mi derecha. Supongo que no ha soportado sentir la pistola en la sien. Se
escucha una bofetada.
–A ver reina, aquí no me
llora nadie, ¿me oyó? ¿O ya está apurada por irse a saludar a diosito?
Luego el gordo de la pistola
se aleja un poco. Ha ido a hablar por teléfono. Dice un número: seis, seis
malparidos. Dice también muy buena selección, buenísima, la mejor en meses.
Recomienda no perdérsela. Hace una llamada tras otra. Se olvida, por un rato,
de nosotros.
A mi lado escucho una tos
ahogada por la tela, una tos de hombre.
–He escuchado de esto –dice
él, muy bajito. Pensé que era mentira, leyenda. Se llaman subastas. Los
taxistas eligen pasajeros que creen que pueden servir para que den buena plata por
ellos y para eso los secuestran. Luego los compradores vienen y pujan por sus
preferidos o preferidas. Se los llevan. Se quedan con sus cosas, los obligan a
robar, a abrirles sus casas, a darles sus números de tarjeta de crédito. Y a
las mujeres. A las mujeres.
–¿Qué? –le digo.
Se queda callado.
Lo primero que pensé cuando
me subí al taxi esa noche fue por fin. Apoyé mi cabeza en el asiento y cerré
los ojos. Había bebido unas cuantas copas y estaba tristísima. En el bar estaba
el hombre por el que tenía que fingir amistad. A él y a su mujer. Siempre
finjo, soy buena fingiendo. Pero cuando me subí al taxi exhalé y me dije qué
alivio: voy a casa, a llorar a gritos. Creo que me quedé dormida un momento y,
de repente, al abrir los ojos, estaba en una ciudad desconocida. Un polígono.
Vacío. Oscuridad. La alerta que hace hervir el cerebro: se te acaba de joder la
vida.
El taxista sacó una pistola,
me miró a los ojos, dijo con una amabilidad ridícula:
–Llegamos, señorita.
Lo que siguió fue rápido.
Alguien abrió la puerta antes de que yo pudiera poner el seguro, me echó el
trapo sobre la cabeza, me ató las manos y me metió en esa especie de garaje con
olor a gallera podrida y me obligó arrodillarme en una esquina.
Se escuchan conversaciones.
El gordo y alguien más y luego otro y otro. Llega gente. Se escuchan risas y
destapar cervezas. Empieza a oler a maría y alguna otra de esas mierdas con
olor picante. El hombre que está a mi lado hace rato que ya no me dice que esté
tranquila. Se lo debe estar diciendo a sí mismo.
Mencionó antes que tenía un
bebé de ocho meses y un niño de tres. Estará pensando en ellos. Y en estos
tipos drogados entrando en la urbanización privada en la que vive. Sí, está
pensando en eso. En él saludando al guardia de seguridad como todas las noches
desde que su carro está en el taller, mientras esas bestias van atrás,
agachados. Él los va a meter en su casa donde está su hermosa mujer, su bebé de
ocho meses y su niño de tres. Él los va a meter a su casa.
Y no hay nada que pueda hacer
al respecto.
Más allá, a la derecha, se
escuchan murmullos, una chica que llora, no sé si la misma que ha llorado
antes. El gordo dispara y todos nos tiramos al suelo como podemos. No nos ha
disparado, ha disparado. Da igual, el terror nos ha cortado en dos mitades. Se
escucha la risa del gordo y sus compañeros. Se acercan, nos mueven al centro de
la sala.
–Bueno, señores, señoras,
queda abierta la subasta de esta noche. Bien bonitos, bien portaditos, se me
van a poner aquí. Más acá, mi reina. Eeeso. Sin miedo, mami, que no muerdo. Así
me gusta. Para que estos caballeros elijan a cuál de ustedes se van a llevar.
Las reglas, caballeros, las de siempre: más plata se lleva la mejor prenda. Las
armas me las dejan por aquí mientras dure la subasta, yo se las guardo.
Gracias. Encantado, como siempre, de recibirlos.
El gordo nos va presentando
como si dirigiera el programa de televisión más repugnante del mundo. No
podemos verlos, pero sabemos que hay ladrones mirándonos, eligiéndonos. Y violadores.
Seguro hay violadores. Y asesinos. Tal vez hay asesinos. O algo peor.
–Daaaaaaamas y
caballeeeeeeros.
Al gordo no le gustan los que
lloriquean ni los que dicen que tienen niños ni los que gritan a la desesperada
no sabes con quién te estás metiendo. No. Menos le gustan los que amenazan con
que se va a pudrir en la cárcel. Todos esos, mujeres y hombres, ya han recibido
puñetazos en la barriga. He escuchado gente caer al suelo sin aire. Yo me
concentro en los gallos. Tal vez no hay ninguno. Pero yo los escucho.
–Este señor, ¿cómo se llama
nuestro primer participante? ¿Cómo? Hable fuerte, amigo. Ricardoooooo,
bienvenidooooo, lleva un reloj de marca y unos zapatos Adidas de los bueeeenos.
Ricardooooo ha de tener plaaaaaaaataaaaaaa. A ver la cartera de Ricardo.
Tarjetas de crédito, ohhhhhh Visa Goooooold de Messi.
El gordo hace chistes malos.
Empiezan a pujar por Ricardo.
Uno ofrece trescientos, otro ochocientos. El gordo añade que Ricardo vive en
una urbanización privada en las afueras de la ciudad: Vistas del Río.
–Allá donde no podemos ni
asomarnos los pobres. Allá vive el amigo Riqui. ¿Si le puedo decir Riqui, no?
Como Riqui Ricón.
Una voz aterradora dice cinco
mil. La voz aterradora se lleva a Ricardo. Los otros aplauden.
–¡Adjudicadooooooo al caballero
de bigote por cinco mil!
A Nancy, una chica que habla
con un hilito de voz, el gordo la toca. Lo sé porque dice miren que tetas, qué
ricas, qué paraditas, qué pezoncitos y se sorbe la baba y esas cosas no se
dicen sin tocar y, además, qué le impide tocar, quién. Nancy suena joven.
Veintipocos. Podría ser enfermera o educadora. A Nancy el gordo la desnuda.
Escuchamos que abre su cinturón y que abre los botones y que le arranca la ropa
interior, aunque ella dice por favor tantas veces y con tanto miedo que todos
mojamos nuestros trapos inmundos con las lágrimas. Miren este culito. Ay, qué
cosita. El gordo sorbe a Nancy. Se escuchan lengüeteos. Los hombres azuzan,
aplauden. Luego el embestir de carne contra carne. Y los aullidos. Los
aullidos.
–Caballeros, esto no es por
vicio. Es control de calidad. Le doy un diez. Ahí la limpian bien bonito y una
delicia nuestra amiga Nancy.
Debe ser hermosa porque
ofrecen, de inmediato, dos mil, tres, tres quinientos. Venden a Nancy en tres
quinientos. El sexo es más barato que la plata.
–Y el afortunado que se lleva
este culitooooo ricoooo es el caballero del anillo de oro y el crucifijooooo.
Nos van vendiendo uno a uno.
Al chico que estaba a mi lado, al del bebé de ocho meses y el niño de tres, el
gordo ha logrado sacarle toda la información posible y ahora es un pez gordísimo
para la subasta: plata en diferentes cuentas, alto ejecutivo, hijo de un empresario,
obras de arte, hijos, mujer. El tipo es la lotería. Seguramente lo secuestrarán
y pedirán un rescate. La puja empieza en cinco mil. Sube hasta diez, quince
mil. Se para en veinte. Alguien con quien nadie se quiere meter ha ofrecido los
veinte. Una voz nueva. Ha venido sólo para esto. No estaba para perder tiempo
en pendejadas.
El gordo no hace ningún
comentario.
Cuando me toca a mí, recuerdo
lo de los gallos. Cierro los ojos y abro mis esfínteres. Es lo más importante
que haré en mi vida, así que lo haré bien. Me baño las piernas, los pies, el
suelo. Estoy en el centro de una sala, rodeada por delincuentes, exhibida ante
ellos como una res y como una res vacío mi vientre. Como puedo, froto una
pierna contra la otra, adopto la posición de un muñeca destripada. Grito como
una loca. Agito la cabeza, mascullo obscenidades, palabras inventadas, las
cosas que les decía a los gallos del cielo con maíz y gusanos infinitos. Sé que
está a punto de dispararme.
En cambio, el gordo me
revienta la boca de un manazo, me parto la lengua de un mordisco. La sangre
empieza a caer por mi pecho, a bajar por mi estómago, a mezclarse con la mierda
y la orina. Empiezo a reír, enajenada, a reír, a reír, a reír.
El gordo no sabe qué hacer.
–¿Cuánto dan por este
monstruo?
Nadie quiere dar nada.
El gordo ofrece mi reloj, mi
teléfono, mi cartera. Todo es barato. Me coge las tetas para ver si la cosa se
anima y chillo.
–¿Quince, veinte?
Pero nada, nadie.
Me tiran a un patio. Me bañan con una manguera de lavar carros y luego, mojada, me suben a un carro que me deja, descalza, aturdida, en la Vía Perimetral.
***
María Fernanda Ampuero
María Fernanda Ampuero es escritora, nació en Guayaquil, Ecuador en 1976 y estudió literatura. Escribe narrativa de ficción y de no ficción. Ha sido publicada en Internazionale (Italia), Samuel (Brasil), Piauí (Brasil), Quimera (España), Frontera D (España), Anfibia (Argentina), Gatopardo (México), Soho (Colombia/Ecuador) y Mundo Diners (Ecuador). Ha publicado dos libros, Lo que aprendí en la peluquería y Permiso de residencia. En 2015 ganó el premio Hijos de Mary Shelly con su cuento ¿Quién dicen los hombres que soy yo?. Edita la sección de cuento del suplemento cultural del diario español ABC y dicta clases en el Máster de Periodismo ABC-Complutense. Forma parte de varias antologías de relato y de periodismo literario. En 2012 fue elegida como uno de los 100 latinos más influyentes de España, país en el que vive desde 2005.
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