Por: Otto Zambrano
Situar Rumania en el mapa es igual de
laborioso que ubicar su literatura en la historia ficcional.
Estado y literatura crecieron y se
robustecieron cuando el siglo XVIII ya era casi adulto. Mihail Eminescu (1850 – 89), su figurante más
notable en esta última, no logró colarse entre los gigantes del romanticismo
europeo, sino como material histórico, dos siglos después. Lo
acompañan Hortensia Papadat-Bengescu, Anton Holban, Camil Petrescu, Max
Blecher, cuando estos, en vida, lograron calzar en los moldes europeos. Los
siguen Mircea
Eliade, Emil Cioran y Eugen Ionescu (más tarde Eugène Ionesco), Mihail
Sebastian, con tan mala fortuna que su merecido ascenso al
reconocimiento mundial fue lastrado por la Segunda Guerra, también de esas
dimensiones. Y por la muerte que vino con ella y contagió, en plena juventud, a algunos de sus
grandes escritores, Blecher, Mihail Sebastian, Anton Holban o Gib Mihăescu; o el
exilio (Cioran, Vintila Horia, Ionesco y Eliade); o el exilio interior, la
marginación, el encarcelamiento (Hortensia Papadat-Bengescu, Vasile Voiculescu);
o la pluma al servicio del poder (Mihail Sadoveanu y Camil Petrescu).
Menos de lo que duraron en la vida y un poco más
en la memoria de sus lectores, así también de parcos los registros de las
biografías de aquellos que levantaron la quijada un poco fuera del agua del
olvido:
Mihail Sebastian (1907 – 1945)
tuvo muchos oficios imaginarios: periodista, dramaturgo, ensayista, novelista;
algunos contemporáneos concretos: Eliade, Cioran e Ionesco; y, por judío,
represalias de la legislación antisemita. El nazismo no lo arrolló, pero sí un
camión del ejército ruso en Bucarest, con treinta y ocho años. No obstante,
tuvo tiempo para escribir Mujeres, Desde hace dos mil años, La
ciudad de las acacias, El accidente
y su Diario, publicado recién en 1996, para recordar a una
sociedad que empezaba a olvidar el ascenso del fascismo y la guerra en Rumanía.
E. M. Cioran (1911 – 1995), tal vez el más conocido nihilista, irónico y pesimista
rumano de las letras francesas. Cuando estuvo bien, pudo escribir: Breviario
de podredumbre, Silogismos de la amargura, La tentación de
existir, La caída en el tiempo, Del inconveniente de haber nacido.
Y cuando estuvo mal: Ejercicios de admiración y El crepúsculo del
pensamiento. Su gusto por lo peor y su amargura apocalíptica le valieron motes
muy elaborados para su apego por la brevedad: el «esteta de la desesperación» o
el «cortesano del vacío».
Mircea Eliade (1907 – 1986). Hablaba y escribía en ocho lenguas.
Sus lucubraciones, mitad ficción mitad ciencia, a profundizar en mitos, sueños
y visiones, a través de la filosofía, la historia de las religiones y la
mitología.
Y de entre los nombres de esa literatura que sigue
siendo desconocida está Norman Manea (Bucovina, 1936) que ha obtenido muchos
premios, uno de los últimos lo trae a la FIL de Guadalajara; como sus
coterráneos, sabe destilar la belleza del dolor y transformar la biografía en
arte. Ha escrito, usándose como paisaje interior: El sobre negro, el té de Proust, Payasos, el dictador y el artista,
Felicidad obligatoria, El regreso del húligan, La quinta imposibilidad, La
guarida. Casi todos, un hermoso y apasionado alegato contra el sofocamiento
del individuo por la sociedad y la demencia del poder.
Entre otros sobrevivientes del socialismo y del
ostracismo destacan Ana Blandiana, seudónimo de Otilia Valeria Coman,
(Timisoara, 1942), Gabriela Adamesteanu (Targu Ocna, Rumania, 1942), Mircea Cărtărescu
(Bucarest, 1956), Filip Florian
(Bucarest, 1968), Dan Lungu (Botoşani, 1969), con hojas de vida tan
recónditas y gloriosas como aquel país del que todos deberíamos querer
acordarnos.
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