Un cuento del premio Nobel chino, Mo Yan, con un narrador masculino que observa de cerca la suerte de nacer mujer en la República Popular China.
Apenas la había recogido del campo de girasoles cuando sentí que se me había taponado el corazón con sangre negra, pegajosa y pesada como una piedra fría. El gris llenó mi cabeza, como una calle barrida por un viento frío. Al final fueron sus llantos ásperos los que me sacaron de mi atontamiento. No sabía si odiarla o agradecérselo, y no tenía claro si estaba haciendo algo bueno o malo. Miré alarmado su cara alargada, arrugada y amarillenta, a la vez que veía dos lágrimas de color verde claro en sus ojos y la gruta de su boca sin dientes; los llantos emergían desde ahí, fieros y húmedos, y llevaron toda la sangre de mi cuerpo a la cabeza. Apenas podía coger a ese bebé envuelto en raso rojo.
***
Apenas la había recogido del campo de girasoles cuando sentí que se me había taponado el corazón con sangre negra, pegajosa y pesada como una piedra fría. El gris llenó mi cabeza, como una calle barrida por un viento frío. Al final fueron sus llantos ásperos los que me sacaron de mi atontamiento. No sabía si odiarla o agradecérselo, y no tenía claro si estaba haciendo algo bueno o malo. Miré alarmado su cara alargada, arrugada y amarillenta, a la vez que veía dos lágrimas de color verde claro en sus ojos y la gruta de su boca sin dientes; los llantos emergían desde ahí, fieros y húmedos, y llevaron toda la sangre de mi cuerpo a la cabeza. Apenas podía coger a ese bebé envuelto en raso rojo.
Me tambaleé con profunda tristeza y salí del
campo de girasoles con ella en brazos, haciendo crujir las hojas, que tenían
forma de paipáis; la pelusa blanca de sus ásperos tallos rozaba contra mis
brazos y mejillas. Cuando salí del campo estaba sudando. Tenía el cuerpo lleno de los
arañazos de las hojas y los tallos, y eran como las ronchas que te salen cuando
te dan un latigazo; escocían como las picaduras de los insectos. Pero el
corazón me dolía todavía más. Con
el resplandor de los rayos de sol el raso que envolvía a la niña me abrasaba
los ojos por su rojo feroz; también me abrasaba el corazón, que parecía
encerrado en capas de hielo.
Había luna llena; el campo se
esparcía a mi alrededor. La
calzada era de un gris sucio y los hierbajos del borde de la carretera parecían
serpientes o gusanos entrelazados. Soplaba un viento fresco por el Oeste a la
vez que los rayos del sol abrasaban; no sabía si quejarme del frío o del calor.
En otras palabras, era un típico mediodía de otoño. Lo que significaba que los granjeros estaban en
sus pueblos.
A un lado y a otro de la carretera crecían
varios tipos de cereales y flores: soja, maíz, sorgo, girasoles, batatas,
algodón y sésamo. Los girasoles estaban en flor y una gran nube amarillenta
flotaba entre las cosechas verdes. Unos cuantos avispones de color rojizo revoloteaban
alrededor de la sutil fragancia que desprendían. Los grillos emitían un llanto
lastimero debajo de las hojas, mientras que los abejorros volaban en el aire,
únicamente para ser devorados por las golondrinas, algunas de las cuales se
posaban en los cables de teléfono que se levantaban en el campo. Por la manera
que bajaban el cuello me daba cuenta de que estaban mirando el río gris que
fluía plácidamente por el campo debajo de ellas. Detecté un olor fuerte,
pegajoso, vivo, como el de la miel sin refinar. La vitalidad de la vida emergió
por todas partes de manera magnífica, y esta vitalidad se manifestaba en una
bruma húmeda que emergía de los hierbajos protuberantes y de las vastas
cosechas. Una nube solitaria pendía inmóvil en el cielo, asombrosamente azul,
tan pura como una virginal doncella.
Ella seguía llorando, como si la
hubieran maltratado con crueldad. En ese momento no sabía que la habían abandonado. Dudo que la pena que
me daba, que no valía para nada, pudiese ser beneficiosa para ella; en realidad
solo me transmitía agonía. No puedo evitar creer que el dicho «Las buenas
acciones casi nunca son recompensadas» sea una ley del universo. A lo mejor te
consideras una gran persona por rescatar a alguien de las garras del infierno,
pero otras personas considerarán que tus acciones son interesadas o incluso
destructivas.
Desde ahora no me verás haciendo buenas
acciones. Eso no significa, claro está, que me convierta en un demonio. He
sufrido mucho por culpa de esta niña y en ese momento pude sentir cómo se
apoderaba de mí, incluso en el momento en el que la saqué del campo de
girasoles.
Era el único pasajero del destartalado autobús
que me llevaría a la parada de los Tres Sauces media hora antes de ver a la
niña en el campo de girasoles. Durante el trayecto de autobús me di cuenta de
que me estaba volviendo cada vez más consciente de nuestro sistema social. La
chica que recogía los billetes, una joven con la cara como el huevo de un
gorrión, repetía la misma frase una y otra vez. La manera en la que bostezaba
durante todo el trayecto era una buena señal de que no había dormido la noche
anterior: a lo mejor su novio y ella habían encontrado otra forma más divertida
de pasar la noche.
Y con cada bostezo giraba su preciosa cara
hacia mí y me miraba con un resentimiento tal que parecía que la hubiese
escupido o le hubiese metido lima en polvo en su bote de crema facial. De
repente tuve la sensación de que unas manchas oscuras le cubrían los globos
oculares, y que cada vez que me miraba esas manchas me salpicaban a la cara
como perdigones. Era como si la hubiera ofendido de alguna manera; por eso
decidí responder a cada una de sus miradas con la sonrisa más sincera que era
capaz de esbozar.
Finalmente me perdonó, dado que le oí decir:
«Tienes un vehículo privado». Diecisiete de las veinte ventanas de mi vehículo,
que medía nueve metros desde la cabina al final, estaban rotas, y los asientos
de cuero negro parecían finos bizcochos empapados en agua y doblados por los
bordes. Mi vehículo privado, con todas las partes de metal oxidadas, se sacudía
a medida que avanzaba por la estrecha carretera de tierra y los campos verdes
desaparecían a nuestros lados rápidamente. Mi vehículo privado era como un
buque de guerra abriéndose camino entre el viento y las olas. Sin siquiera
mirarme a la cara, el conductor me preguntó:
—¿Dónde está apostado? ¿En el
fuerte?
Le contesté, muy sorprendido por
su interés.
—¡Sí, sí, eso es!
Bueno, no estaba apostado en el
fuerte, pero sabía los beneficios de mentir. Me he convertido en un mentiroso patológico. Eso animó a mi conductor y
pude verle su cara amistosa y alegre incluso sin necesidad de que se girara.
Debí despertar un montón de recuerdos en él, recuerdos de la vida en el
ejército. No paraba de repetir las mismas quejas sobre el Jefe de Gabinete, un
hombre como un gángster con cara de mono. Me contó que una vez llevó al Jefe de
Gabinete y que se sentó en la parte trasera con la mujer del Comandante del
Regimiento 38. Cuando miró al espejo retrovisor y vio que el Jefe de Gabinete estaba
metiéndole mano a la mujer puso cara de asco y chocó el jeep contra un árbol… Ja,
ja, se rio. Y yo también.
—Entiendo —dije—, entiendo
perfectamente. El jefe de Gabinete es humano.
—Cuando volví al fuerte me dijo que hiciera un
informe, así que puse: «Me he despistado cuando he visto al Jefe de Gabinete
meter mano a una mujer y he tenido un accidente con el jeep. Ha sido culpa
mía». Después de mandarlo, nuestro Instructor Político dijo: «¡Imbécil!» y me
dio un capon fuerte en la cabeza. «¿Qué tipo de informe es este? ¡Vete y
escríbelo de nuevo!»
—¿Lo hiciste?
—¡Ni de broma! Lo escribió él y
yo lo copié.
—Tu Instructor Político parece un
buen tío —dije.
—¿Buen tío? ¡Le tuve que dar
cuatro malditos kilos de algodón!
—Nadie es perfecto —dije.
—Eso fue durante la Revolución
Cultural, por lo que todo fue culpa de la Banda de los Cuatro.
—¿Qué tal van las cosas en el
ejército hoy en día? —preguntó.
—No van mal, no van mal.
Cuando llegamos a los Tres Sauces, la mujer que
trabajaba en el autobús abrió la puerta y estuvo a punto de sacarme de un
empujón. Pero no me preocupaba porque el conductor y yo nos habíamos hecho
camaradas.
Le lancé un paquete de Noventa y Nueve en el
salpicadero. Ese paquete de tabaco debió ser un gran acierto, dado que una vez
que me bajé él siguió tocando el claxon como muestra de agradecimiento a lo
largo de toda la carretera.
Empecé a caminar. Llevaba una bolsa de caramelos en la
mochila y una pequeña petaca con alcohol en la mano. Tenía que caminar tres
kilómetros y medio por una carretera de campo que nunca vio un autobús, bajo un
sol cegador, antes de llegar a casa y me pudiese reunir con mis padres, mi
mujer y mi hija. Observé el campo de girasoles en la distancia. En el momento en el que vi la nota
en uno de los sauces corrí hacia ella. Todo por culpa de esa nota.
Alguien había garabateado las palabras: «¡En
los campos de girasoles, date prisa, salva una vida!».
De repente, el campo de girasoles parecía estar
muy lejos, como una nube flotando sobre la tierra, amarilla y suave, con su
fuerte fragancia penetrándome poderosamente. Tiré al suelo mis bultos para
poder ir más rápido. Y mientras corría con ansia, me vinieron por la mente
imágenes de una parte del pasado, una parte que no era capaz de olvidar. Dos
veranos atrás estaba caminando hacia casa, siguiendo un perro blanco cuando me
encontré con una amiga que no veía hacía años, una chica llamada Aigu. Ese
encuentro casual provocó una cadena de acontecimientos que fueron la base de un
relato que escribí más tarde titulado: «Perro blanco y columpios». Sigo
pensando que es uno de mis mejores trabajos. Cada vez que vuelvo a casa
descubro algo nuevo que se solapa con algo del pasado.
La vida colorida y compleja de un pueblo
agrícola es como una gran obra literaria, una difícil de terminar y todavía más
difícil de entender. Ese pensamiento siempre me recuerda lo superficial e
insípido que es la escritura. ¿Qué extraño descubrimiento existencial me
esperaba ahora? Si la nota que
había leído era una señal, estaba condenada a ser «apasionante» y «trágica»,
usando la terminología de los escritores de elite. Yuri y Lara se encontraban
entre los campos de girasoles, un Edén romántico y acogedor hecho para perder
la cabeza. Estaba casi sin aliento cuando llegué al borde del campo. Las hojas
gruesas de los girasoles crujían con la calurosa brisa; libélulas, grillos y
chicharras emitían ruidos amortiguados de felicidad; y entonces, el bebé que
tantos problemas me iba a traer empezó a berrear. Sus llantos eran el
instrumento central de la sinfonía de los girasoles: entrecortados y
desesperados, insistentes como una llama que te chamusca las pestañas.
Nunca había visto antes un campo
lleno únicamente de girasoles. Estaba
acostumbrado a verlos en pequeños grupos, junto a una valla de bambú o un muro;
ahora posaban altos y solos, como si nada les humillara. Pero los girasoles se
apoyaban unos sobre otros con suavidad y de manera íntima, semejantes a un mar
de pasión ondeante. El terreno de girasoles había pasado de estar compuesto por
grupos desperdigados a un campo entero y florido, y era un reflejo alentador de
los efectos de las reformas económicas en los pueblos agrícolas.
Pasaron varios días antes de que me diera
cuenta de que este bebé, abandonado en un precioso campo de girasoles, era una
criatura extraña, el núcleo de muchísimas contradicciones que hacían que fuera
igual de impensable abandonarla que llevártela a casa. La humanidad ha
evolucionado hasta tal punto que lo que la separa del mundo animal es una línea
tan frágil como una hoja de papel. La naturaleza humana es de hecho tan fina y
frágil como una hoja de papel, que se arruga en cuanto la tocas.
Los tallos gruesos de los girasoles eran de un
verde grisáceo; las hojas más bajas ya se habían caído, dejando cicatrices
diminutas en el lugar por el que se partieron, mientras que las más altas
bloqueaban los rayos de sol. Las hojas eran de un verde más oscuro, casi
negro, y sin brillo. Un sinfín
de flores del tamaño de cuencos de arroz pendía de los tallos con suavidad,
como una multitud de cabezas gachas. Seguí el sonido del llanto atravesando el
campo, abriéndome paso entre nubes de polen dorado que revoloteaban por encima
de mi cabeza, brazos, e incluso ojos; revoloteaban por la tierra; revoloteaban
por la manta roja de raso que envolvía al bebé y revoloteaban por encima de
tres hormigueros con forma de pagoda, próximos al lugar en el que yacía la
niña. Una multitud de hormigas negras se vio sorprendida en mitad de su
ajetreada actividad cuando trataba de construir su fortaleza. La
desesperación corroyó mis huesos y me invadió de repente. Además de ayudar a los humanos a pronosticar el
tiempo, el trabajo frenético de las hormigas era totalmente inútil porque sus montículos
apenas podían soportar treinta segundos de lluvia torrencial. A pesar del lugar
del hombre en el universo, ¿es realmente mejor que esas hormigas? El terror
existe mires donde mires: estamos rodeados de trampas, de engaños, mentiras y
corrupción interesada; incluso los campos de girasoles son lugares para
esconder a recién nacidos entre mantas rojas. Pensé en dejar a la niña donde
estaba, darme la vuelta y continuar mi camino a casa, pero no pude hacerlo. Era
como si me la hubieran soldado a mis brazos. Volví a pensar en dejarla ahí pero
mis brazos pensaban por sí solos.
Volví a los Tres Sauces para analizar la nota
de nuevo. Las palabras garabateadas me miraban ferozmente. El campo de mi
alrededor era más grande que nunca; las cigarras otoñales piaban desoladamente
en los sauces y la sinuosa carretera de tierra que llevaba a la capital del
condado emitía un brillo amarillo y cegador. Un gato famélico, desterrado de su
hogar, que se escabullía del campo de maíz, me miró y maulló antes de meterse
sigilosamente en un campo de sésamo.
Después de mirar a los labios carnosos y de
color casi transparente del bebé, cogí la mochila y, acunando a la niña en mis
brazos, me fui a casa.
Mi familia se sorprendió cuando me vieron
aparecer de repente, pero se quedaron completamente atónitos cuando vieron el
bebé que tenía entre los brazos. Padre y Madre mostraron su sorpresa
tambaleándose ligeramente y perdiendo el equilibrio; mi mujer dejó caer los
brazos de golpe. Solo mi hija de cinco años mostró alegría hacia el bebé, mucha
alegría.
—¡Un hermanito! —gritó—. ¡Un
hermanito! ¡Papá ha traído a casa un hermanito!
Sabía que el fuerte interés de mi hija por un
«hermanito» había nacido de las largas conversaciones de mis padres con mi
mujer. Cada vez que llegaba a casa, mi hija me daba la lata con que quería un
hermanito, no uno, sino de hecho dos. Y cada vez que lo decía, podía sentir las
miradas penetrantes, aunque compasivas, de mis padres y mi mujer, como si me
miraran sin perder la esperanza, como si me pusieran a prueba.
En una ocasión, saqué con temor un muñeco rosa
de mi bolsa de viaje y se lo di a mi hija cuando empezó a hacer uno de sus
numeritos sobre su hermanito. Me lo quitó e inmediatamente le dio un golpe en
la cabeza, generando un fuerte ruido. Entonces lo tiró al suelo y empezó
a chillar.
—No lo quiero… —dijo entre
lágrimas—. Este está muerto…
Quiero un hermanito con el que poder hablar. —Después de coger el muñeco de
plástico del suelo le miré a sus ojos saltones y me fijé en su aspecto
ridículo. Todo lo que pude hacer fue suspirar. Padre y Madre también suspiraron. Entonces
levanté la mirada y ahí estaba mi mujer, con dos hilos de lágrimas turbias
deslizándose por su cara oscura de piel lacada.
Con la excepción de mi hija, todos me miraron
paralizados y yo les devolví la misma expresión. Sonreí con amargura para
aliviar mi desconcierto, y ellos hicieron lo mismo, sin hacer un solo ruido.
Todos tenían la misma mirada absorta en sus caras tensas, como si fueran
estatuillas de arcilla.
—¡Papá, déjame ver a mi
hermanito! —gritó mi hija a la vez que daba saltos de un lado a otro.
—Me lo he encontrado —anuncié—.
En el campo de girasoles…
Mi mujer reaccionó enfadada:
—¡Yo puedo seguir teniendo hijos!
—¿Esperas que no socorra a un
bebé en peligro? —le pregunté en tono suplicante.
—Hiciste lo correcto —dijo
Madre—. No podías dejarla ahí.
Padre no dijo una palabra en todo
el tiempo.
Cuando dejé al bebé en la cama
estalló con unos llantos irregulares.
Les dije que el bebé tenía
hambre. Mi mujer me miró fijamente.
—Quítale la manta y veamos el
estado del bebé —dijo Madre.
Padre se rio con frialdad y se puso de rodillas
en el suelo, sacando la bolsita de tabaco; enseguida estaba fumando de su pipa.
Mi mujer se acercó rápidamente a la cama y le
desató al bebé la cinta que sujetaba la tela de raso. Le echó una mirada
rápida y se echó para atrás desanimada.
—¡Déjame ver a hermanito! —gritaba mi hija a la
vez que daba empujones y ponía las manos en el borde de la cama, tratando de
subirse—. ¡Déjame verle!
Mi mujer se agachó y le dio un
pellizco fuerte en el trasero.
Mi hija dio un grito helado, salió corriendo de
la habitación y lloró con todas sus fuerzas. Era una niña. Daba patadas en el
aire con sus piernas arrugadas y salpicadas de sangre, y lloraba
lastimosamente. Tenía los brazos y las piernas bien formados, sus rasgos eran
normales y sus berridos bien altos. No había duda, era una niña sana. Una montaña de excrementos negros
yacía alrededor de su trasero; sabía que era lo que se conoce por «heces
fetales». Lo que significaba que esta cosita que se retorcía sobre el raso rojo
y suave era un bebé recién nacido.
—¡Es una niña! —dijo Madre.
—Si no lo fuera, ¿quién la hubiese abandonado?
—dijo Padre a la vez que golpeaba el cuenco de la pipa en el suelo. Pensé que
mi hija estaba cantando una canción en el jardín pero en realidad seguía
llorando.
—Puedes volverla a dejar en el
lugar en el que la encontraste —dijo mi mujer.
—Eso es lo mismo que abandonarla
y dejarla morir —protesté—. Estamos
hablando de una vida, por lo que no trates de convertirme en un criminal.
—Vamos a cuidarla de momento —dijo Madre—,
mientras preguntamos por los alrededores si alguien ha perdido una niña. Hay que tener mucho cuidado con estas
cosas. Es como acompañar a una
visita hasta la puerta. Esta buena
acción asegurará que tu siguiente hijo sea un varón.
—Madre, no solo ella, toda la familia deseaba
que mi mujer y yo tuviésemos un hijo para poder llevar a cabo mis
responsabilidades como buen hijo y marido. Se ha convertido en una necesidad
tan urgente que nos ha afectado a mi mujer y a mí durante años, tanto que se
puede cortar la tensión con cuchillo entre nosotros. Es un deseo tan nocivo que
ha empezado a envenenar el humor de toda la familia. —Sus miradas rasgaron mi
alma como si fueran púas afiladas.
De nuevo, estaba a punto de levantar los brazos
y rendirme, pero al final cambié de opinión. Había llegado al punto de que
siempre que salía a la calle me sobrecogía un profundo miedo. La gente seguía
mirándome de manera extraña, como si estuviera loco o como si fuera una
criatura rara procedente de algún planeta alienígena que había aterrizado en
mitad de sus tierras. Le lancé una mirada triste a mi madre, cuya dedicación
por mi estado de salud no tenía límites. En ese momento no tenía fuerzas
ni para suspirar.
Cogí un trozo de papel para
limpiarle el trasero al bebé. Miles
de moscas, atraídas por el olor, pulularon desde el baño, la pocilga y el
corral del ganado, formando una corriente negra y asquerosa a medida que
zumbaban por la habitación. Montones de chinches saltaban debajo de la cama,
como si los hubieran disparado de golpe. Las heces fetales estaban duras y
pegajosas, como la brea o la escayola caliente reblandecida; olía asqueroso.
Una fuerte sensación repugnante creció en mi interior mientras limpiaba al
bebé.
Mi mujer, que se había ido a la
otra habitación, volvió y dijo:
—Visto lo mucho que ignoras a tu
propia hija parece que no eres su padre. Pero en cambio le limpias el culo al hijo de otra persona, como si fuera
tu misma carne y tu misma sangre. Quién sabe, a lo mejor lo es. A lo mejor es tuya y de alguna mujer de por
ahí. A lo mejor uno de los días que te fuiste a pasear tuviste una preciosa
hija…
Sus quejas se fundieron con el zumbido infernal
de las moscas, que casi me derritieron el cerebro.
—¡Mátala! —grité histérico.
Eso la dejó sin palabras. La miré a la cara, que entre la ira
y el miedo había cambiado de expresión. También pude oír a mi hija, que estaba
jugando con una vecina en el callejón de la entrada. Niñas, poco gratas en
todas partes.
A pesar de haber puesto mucho cuidado a la hora
de limpiar al bebé, restos de las heces fetales me mancharon la mano. Había
algo precioso en limpiar las primeras cacas de un bebé. Me sentí privilegiado y volví a limpiar a la
niña, quitándole los excrementos oscuros con el dedo. Por el rabillo del ojo vi
a mi mujer, que estaba boquiabierta, y en ese momento explotó dentro de mí un
sentimiento de aversión profundamente enraizado hacia toda la humanidad. Naturalmente,
la autoaversión encabezaba ese sentimiento.
Mi mujer vino a ayudarme. Ni se
lo agradecí ni la rechacé. Cuando
ella se agachó y, de manera experta, le estiró la manta roja que hacía de pañal
me alejé, sumergí las manos en agua y me lavé el dedo.
—¡Dinero! —gritó mi mujer.
Levanté las manos, me giré, y la vi sujetar un
trozo de papel rojo en la mano izquierda y un fajo de billetes arrugados en la
derecha. Soltó el papel rojo, escupió y empezó a contarlo. Lo hizo dos veces,
para estar segura.
—¡Veintiún yuanes! —su cara
emanaba ternura.
—Ve a por los biberones de Shasha
—dije—, y lávalos. Luego llena
uno con leche en polvo y da de comer al bebé.
—¿En serio quieres que nos
quedemos con ella? —preguntó.
—Ya nos preocuparemos de eso más
tarde —dije—. Por ahora no
queremos que se muera de hambre.
—No tenemos leche en polvo.
—¡Entonces ve a comprarla a la
cooperativa! —Saqué diez yuanes y se los acerqué.
—No vamos a usar nuestro dinero —dijo, agitando
los billetes sucios que tenía en la mano—. Usaremos su dinero.
Un grillo saltó de la esquina de la pared
húmeda, aterrizó en el borde de la cama y luego se posó encima de la manta roja
que envolvía al bebé. El cuerpo del insecto de color café parecía especialmente
lúgubre sobre el raso rojo. Vi sus antenas moverse con nerviosismo. El bebé se metió la mano en la boca
y empezó a chupar. La piel blanca de los nudillos se estaba pelando. Tenía la cabeza llena de pelo negro
y dos orejas grandes, carnosas y casi transparentes.
En ese momento y sin que me diera cuenta, mi
padre y mi madre estaban junto a mí y observaban al bebé hambriento que se
mordía el puño.
—Tiene hambre —dijo Madre.
—La gente tiene que aprender a
hacerlo todo en esta vida menos a comer —dijo Padre.
Me giré y les miré, y unas olas
de calor subieron desde mis entrañas. Parecía como si estuvieran rezando al Espíritu Santo: de pie junto a mí
admiraban la cara sucia y ensangrentada de una niña que quizá algún día se
convertiría en una gran mujer.
Mi esposa volvió con dos sacos de leche en
polvo y un paquete de detergente. Preparé un biberón de leche, luego metí la
tetina de plástico, que mi hija había mordido tanto que estaba casi deshecha,
en la boca del bebé. La niña echó la cabeza hacia atrás y hacia delante una o
dos veces antes de envolver la tetina con los labios y empezar a comer.
Después de acabarse el biberón,
abrió los ojos. Eran negros y pequeños como renacuajos. Trató de enfocar la vista, y su mirada era fría
y distante.
—Me está mirando —dije.
—Los recién nacidos no pueden ver
nada —dijo Madre.
—¿Cómo sabes lo que puede ver y
lo que no? —objetó Padre airadamente—. ¿Acaso te ha llamado y te lo ha dicho?
Madre se retractó:
—No voy a discutir. No me importa
si puede ver o no.
Justo entonces nuestra hija entró
en casa y gritó:
—Madre, ¿has oído el trueno? Va a
llover.
Estaba en lo cierto. Desde donde estábamos pudimos oír
los truenos que venían del Noroeste, era como el sonido de una rueda de molino
al girar. Vi nubes oscuras entre los agujeros del papel que cubría la ventana
trasera.
Poco después del mediodía, el cielo se despejó
y una cortina de lluvia gris lavó los azulejos de los alerones; el sonido se
fundió con el croar de las ranas. El río, crecido por la lluvia, había
arrastrado una docena de carpas enormes y ahora se retorcía en el jardín de mi
casa. Mi mujer se durmió enseguida en la cama, con nuestra hija entre los
brazos. Podía escuchar la fuerte respiración de mis padres que dormían en la
otra habitación. Después de dejar al bebé en una cesta de bambú, la llevé a la
sala de estar y la coloqué sobre un taburete alto, luego me senté junto a ella
y observé los torrentes desenfrenados de lluvia que caían fuera. Cuando volví a
ver al bebé estaba hecho un ovillo en la cesta, durmiendo plácidamente. La
lluvia de los alerones caía a un cubo profundo y el sonido pasó de ser sutil a
un martilleo incesante. La pequeña luz que entró a la habitación del cielo
plomizo era de un color azul oscuro, lo que volvió la cara del bebé del color
de una monda de naranja. Preocupado de
que se despertara con hambre preparé un biberón, como si fuera un extintor,
solo en caso de emergencia. Cada vez que abría la boca para llorar le metía la
tetina, acabando con el llanto antes de que se hiciese real. Hasta que no vi
gotear leche por los dos lados de la boca de la niña no entré en razón: el bebé
podía morir por comer demasiado igual que moriría si no comía nada. Dejé de
darle el biberón y le limpié la leche que tenía en los ojos y las orejas con
una toalla, luego volví a mirar la lluvia constante. Era obvio que este
bebé se había convertido en una carga, en mi carga. Si no fuera por ella para ese entonces ya
estaría en la cama, durmiendo y descansando del largo viaje de autobús. En su
lugar, por su culpa, estaba sentado en un taburete duro, observando la monótona
lluvia. Si no fuera por mí en este entonces a lo mejor se habría
ahogado, o congelado hasta morir. El caudal de la lluvia podría haberla arrastrado hasta un estanque y un
pez hambriento le hubiese podido picotear los ojos.
Una de las carpas yacía en el jardín, con la
panza hacia arriba, la cola sacudiéndose contra las baldosas y la mirada
apagada. Al final saltó de nuevo al charco de agua. Cuando se estiró parecía un arado cortando el
agua. Me sentí tentado a salir corriendo bajo la lluvia y regalársela a Padre,
algo que sirviera de acompañamiento a su vino. Pero cambié de opinión, y no
solo porque no quería empaparme.
Esa tarde, con la lluvia cayendo a cántaros,
sufrí un ataque de mosquitos mientras reflexionaba sobre la historia de los
niños abandonados de mi pueblo natal. Sin tener que consultar ningún tipo de
libro tenía un claro sentido histórico de los niños a los que habían abandonado
sus padres en mi pueblo. Tratando de buscar en mi memoria, cavé un túnel oscuro
y encontré la historia de los niños abandonados. Caminé por ese túnel y me topé
con sus huesos fríos y blancos.
Agrupé a los niños en cuatro categorías generales,
aun sabiendo que se solapaban de manera inevitable.
El primer grupo de niños incluía a esos a los
que les habían abandonado sus familias completamente pobres. Incapaces de
criarlos, les ahogaban en orinales o simplemente les abandonaban a un lado de
la carretera. La mayoría de los casos
ocurrieron antes de la fundación de la República Popular, cuando la
planificación familiar era algo insólito. Este tipo de abandono resulta ser un
fenómeno universal. Me acordé de dos relatos japoneses. Uno se titulaba: «Bebés de nieve»
escrito por Minakami Tsutomu; no me acuerdo de quién escribió el segundo:
«Muñecas de Michinoku», pero a lo mejor fue el famoso autor de «La balada de
Narayama». Ambas obras versan sobre niños abandonados. En «Bebés de nieve»
abandonan a los niños en la nieve hasta morir, pero los que son lo bastante
fuertes para aguantar la noche en los surcos de nieve se salvan y a la mañana
siguiente les rescataban y les llevaban a casa. Y en cuanto a los bebés de
Michinoku, antes de que llorasen por primera vez, les metían de cabeza en una
cuba de agua caliente. La gente de esa época pensaba que los bebés no tenían
sentimientos hasta que respiraban por primera vez y creían que ahogarles no era
un acto inhumano. Si los bebés lloraban los padres se veían obligados a criarlos.
Los dos casos de abandono se conocían en mi ciudad natal y las causas eran las
que he mencionado antes: esta división se basa en hechos. Tenía la seguridad de
que durante años un gran número de niños de mi pueblo también murió en
orinales, y de manera más cruel que los de sus colegas japoneses. Por supuesto,
aunque preguntara a todas las personas mayores ninguna de ellas reconocería tal
infanticidio. Sin embargo, no se me borran las miradas de sus caras cuando se
sentaban junto a las vallas de caña o junto a los viejos muros; para mí tenían
la mirada de asesinos, y estaba seguro de que algunos de ellos habían acabado
con las vidas de sus propios hijos o hijas en los orinales o abandonándolos a
los lados de la carretera para que se murieran de hambre o de frío. Eran niños que nadie se molestaba en salvar.
Para esa gente, dejar a los niños a un lado de la carretera o en un cruce era
en cierta manera más humano que ahogarlos en un orinal; en realidad no era más
que una forma de que los padres y madres, hundidos en la pobreza, se
autoconsolaran, aunque muchos de esos niños probablemente acabarían saciando
los estómagos de los perros.
El segundo grupo de niños abandonados incluía a
aquellos que nacían con discapacidades o con retraso. A estos niños ni siquiera
les daban derecho a acabar en un orinal. En la mayoría de los casos los padres enterraban a los niños vivos en
algún remoto lugar antes de que saliera el sol. A continuación coronaban el
túmulo funerario con un ladrillo sobre el abdomen del bebé, para evitar que
volviera a renacer en el siguiente embarazo. Poco después de la Liberación, Li
Manzi, que ahora es jefe local de distrito, nació con un labio leporino.
Los hijos ilegítimos comprenden el tercer grupo
de bebés abandonados. «Ilegítimos» es un insulto muy fuerte para cualquier
persona y en mi pueblo natal siempre que una mujer joven se enfada es cuando
les llama así. Un hijo ilegítimo, por supuesto, es uno nacido de una mujer que
no está casada. La mayoría de estos niños son inteligentes y atractivos porque
los hombres y mujeres que son capaces de escabullirse para crear un niño nacido
del amor no tienen un pelo de tontos. Estas criaturas tienen mayor esperanza de
supervivencia, dado que las parejas sin hijos suelen desear criarlos como si
fueran suyos; a menudo organizan quedarse con ellos de antemano y una vez que
han nacido, los padres biológicos se los llevan a los padres adoptantes al caer
la noche. A otros les dejan en algún lugar en el que son fáciles de ver. Y la
mayoría de las veces ponen dinero u objetos de valor entre sus mantillas. Este
grupo de niños abandonados suele incluir niños varones, mientras que en las
otras categorías hay pocos niños, con la excepción de aquellos que son
discapacitados.
El periodo que siguió a la Liberación, debido a
las mejoras en la calidad de vida y en la higiene, vio un descenso
significativo de niños abandonados. Pero las cifras volvieron a ascender de Nuevo
en la década de 1980, cuando la situación se complicó mucho. Superficialmente
parecía que obligaban a los padres a hacer actos inhumanos debido a los rígidos
planes del Gobierno de planificación familiar.
Pero tras un análisis más cercano me di cuenta
de que el verdadero culpable era la preferencia de niños antes que de niñas.
Sabía que no podía ser demasiado crítico con los padres de esta nueva era y
también sabía que si fuese un campesino a lo mejor también hubiese sido uno de
esos padres que abandona a su hijo.
Da igual lo mucho que esto manche la imagen de
la República Popular, es una realidad objetiva, una que será difícil de
erradicar en un periodo corto de tiempo. Si sucede en un pueblo que tiene el aire
contaminado, hasta una espada con diamantes incrustados se oxidaría. Así que
parecía que había despertado a la Verdad.
Llovió durante toda la noche, pero cuando
amaneció, un rayo de sol, ensangrentado, húmedo y caluroso se abrió entre las
oscuras nubes. Llevé al bebé hasta la cama y le pedí a mi mujer que la vigilara.
ntonces salí, chapoteé en los charcos embarrados por la lluvia y crucé el río
de camino a la administración central el distrito a pedir ayuda. Cuando entré
en el callejón vi que la valla de tallos de sorgo había sido erribada por las
ráfagas de viento, dejando a las ipomoeas tricolores totalmente empapadas.
Flores rosas y moradas dieron la cara al cielo despejado, como si se quejaran afligidas.
Ahora que la valla derrumbada ya no era una barrera, un grupo de polluelos, a
los que le seguían creciendo las plumas, corrieron al jardín y picotearon
desesperadamente grandes coles.
La crecida de la lluvia sumergió el pequeño
puente de piedra, y el agua chocaba enfurecida contra las rocas. Me
torcí un tobillo cuando salí del puente. Mientras cojeaba a lo largo del dique solo podía pensar que esto no era
una buena señal, que este viaje a la administración central a lo mejor no
acababa con mi problema. Pero caminé como pude hacia la hilera de
edificios.
La lluvia había limpiado la
administración y todo estaba radiante y fresco. Los ladrillos rojos, las baldosas verdes y los
matorrales de bambú verde brillaban con fuerza. No se oía a ninguna persona en
el recinto. Un chucho de orejas puntiagudas sin cola yacía en los escalones de
cemento de la entrada y me miraba con recelo. La señal de madera que estaba
junto a la fachada me condujo a la oficina que estaba buscando. Llamé
tres veces. De repente oí un
ruido detrás de mí, un segundo antes de sentir un dolor agudo en las piernas.
Miré hacia atrás, pero entonces el maldito perro guardián, que me acababa de
morder en la pantorrilla, había vuelto a sus escalones y estaba repanchingado perezosamente.
No hizo ruido cuando se tumbó y se lamió las patas con parsimonia; si me
hubiera al menos lanzado una sonrisa amistosa… ¿Cómo podía evitar sentir cariño
por un perro como este, a pesar de que me acababa de morder? Lo lógico
sería odiarle, pero no era así. Para mí era un perro increíble. ¿Pero por qué
me había mordido? No había
sido un acto fortuito, por lo que debía haber una razón. En este mundo,
no hay nada que no encierre una razón o causa; ni, por tanto, el odio. Lo más probable es que el mordisco
consiguiera despertarme gracias al dolor. El peligro real no viene de frente
sino por la espalda. El peligro real no lo encarna un perro con colmillos
afilados, sino la sonrisa dulce de, por ejemplo, la Mona Lisa. No habría caído
en esto si no me hubiera obligado a pensar sobre este tema; una vez que la idea
se apoderó de mí me sorprendió esta revelación. ¡Gracias perro de hocico
puntiagudo y cara empapada!
El bajo de mi pantalón estaba
pegajoso y caliente. Eso tenía
que significar que me había hecho sangre. Cada vez que ayudo a alguien, esa
persona que me chupa la sangre me insulta.
—¡Dame más! ¡Fuera de aquí joder!
Me pregunto si esta niña abandonada que he
rescatado también me insultará y me pedirá más. La puerta, cuya pintura verde
había empezado a levantarse y desconcharse, se abrió de golpe, y ahí enfrente
de mí había un hombre enorme con la cara morena. Después de analizarme,
me preguntó:
—¿Qué buscas?
—Al jefe de la administración
—dije.
—Ese soy yo. Entra, toma asiento.
Oye, te sangra la pierna. ¿Qué te ha pasado?
—Tu perro me ha mordido.
La cara de piel morena del hombre
se tensó muy enfadada.
—¡Maldita sea! ¡Qué desastre! Lo
siento. Es culpa de Su Scarface. Si el Recinto Popular no es la mansión de ningún terrateniente ¿por qué
tenemos a un perro guardián? ¿Es una señal de que el Gobierno Popular tiene
miedo a la gente? ¿O de que estamos a favor de tener perros fieros capaces de
acabar con los vínculos entre el pueblo y el gobierno?
—Eso no rompe los vínculos —dije,
señalando mi pierna lesionada—. Los hace más fuertes.
Para entonces la sangre había goteado desde la
pantorrilla hasta la suela de mi zapato, y desde ahí hasta el suelo de
ladrillo, donde se consumió en una colilla de un cigarrillo. Vi el nombre de la
marca: Puerta Central y las hebras del tabaco eran tan amarillas como los
crisantemos.
—¡Pequeño Wang! —gritó el hombre
de piel morena—. ¡Ven aquí!
—El hombre entró corriendo en la habitación y se quedó ahí de pie con los
brazos firmes a lo largo del cuerpo, esperando órdenes —. Llévate a este
soldado y camarada a la clínica para que le den un tratamiento —dijo el hombre
de piel morena—. Y trae el recibo para que te lo pueda reembolsar. ¡Luego pídele un rifle al Jefe Xia del
Departamento de reservas y mata a ese maldito perro!
Me levanté.
—Jefe, no es por eso por lo que
estoy aquí —dije—. Quería
informarle de algo importante. Puedo hacerme cargo de la cura de la pierna y
preferiría que dejara al perro vivo. Estoy impresionado con este perro, y yo le
debo una.
—No me importa. ¡Vamos a tener
que matar a ese perro antes o después! ¡Es una amenaza! ¡Ya ha mordido a veinte
personas! Tú eres el número veintiuno. Si no acabamos con él, puede que algún día haga daño de verdad a
alguien. Ya hay suficiente caos por aquí. No necesitamos más.
—Por favor, no le mate, jefe
—dije—. Tiene sus razones para morder a la gente.
—Está bien —dijo el hombre de
piel morena a la vez que agitaba la mano—, está bien. ¿Para qué me querías ver?
Busqué en mi bolsillo un
cigarrillo, y se lo ofrecí.
—No fumo —dijo categórico.
Un poco avergonzado, me encendí
un cigarrillo para mí y tartamudeé:
—Jefe, he encontrado a una niña
abandonada.
Sus ojos se encendieron como dos
linternas; resopló.
—Fue ayer, sobre el mediodía, en
el campo de girasoles al este de los Tres Sauces. Una niña, envuelta en raso
rojo, con veintiún yuanes.
—¡Ya empezamos! —dijo, enfadado.
—¡No la podía dejar morir! —dije.
—¿Acaso he dicho que hicieras
eso? Lo que he dicho es que ya empezamos. ¡Ya empezamos! No tienes ni idea de la presión que tengo. Una
vez que los campesinos consiguieron sus tierras se consideraron hombres libres,
libres también para tener todos los hijos que quisieran. Uno tras otro, eso es
todo lo que hacen, hasta que tienen los hijos varones que desean.
—¿No tenemos la política de hijo
único?
Esbozó una sonrisa sarcástica.
—¿Un hijo? Dos, tres, cuatro,
incluso cinco hijos. He visto de todo. ¿Mil cien millones de personas? Eso es
irrisorio. Me apuesto a que hoy día llegamos a mil doscientos. No hay ninguna administración en
ningún lugar que no tenga como mínimo doscientos o trescientos niños sin registrar.
¡Y todos se pudrirán aquí, en China!
—Pensé que se les podía multar.
—Eso es cierto. Dos mil yuanes por el segundo hijo, cuatro mil
por el tercero y ocho mil por el cuarto. ¿Y de qué sirve? A la gente con
dinero no le importa que la multes. Tú eres del Pueblo Este ¿no? ¿Conoces a Dos
Dientes Wu? Tiene cuatro hijos. No
tiene tierras, su casa de tres habitaciones está destartalada, solo tiene una
olla, una jarra y una mesa destrozada de tres patas. Cuando le multamos dijo:
«No tengo dinero, así que os doy a mis hijas a cambio. ¿Quieres una?
Cógela. ¿Quieres dos? Cógelas. Pero que sepas que son niñas». Así que dime, ¿qué se supone que tenemos que
hacer?
—La esterilización obligatoria…
¿se ha hecho? —pregunté con cautela.
—Sí, claro. Es la política más
popular hoy en día. Pero esas
personas tienen mejor olfato que un perro de caza. En cuanto les dan el soplo
salen a toda prisa hacia el Noreste, y allí se quedan un año. Cuando están de
vuelta en primavera ya han tenido otro hijo que criar. ¡Si pudiera pedir
refuerzos, maldita sea, no pasaría nada! Los gilipollas que hacen cosas así no
son seres humanos. No me
atrevo a salir a pasear por la noche. Tengo miedo de que me maten.
Me dio un espasmo en la pierna que me había
mordido el perro.
Él se rio con desdén.
Pude ver el perro de caza a través de la puerta
abierta; estaba repanchingado y parecía cómodo, y aparentemente, estaba a salvo
en los escalones. El Jefe Xia del Departamento de Reservas seguramente no tenía
un arma en su casa.
—¿Y qué me dice de la niña que he
encontrado?
—No hay nada que pueda hacer
—dijo el hombre de la cara morena—. La has encontrado tú por lo que es tuya.
Llévatela a casa y críala.
—¿Qué tipo de actitud es esa,
Jefe? Si no es mía, ¿por qué debería criarla?
—No esperará que la críe yo, ¿no?
La Administración del Gobierno no es un orfanato.
—Yo no puedo, no puedo criarla.
—¿Entonces que sugieres? El
gobierno no te obliga a llevarte a la niña a casa.
—Entonces la volveré a dejar en
el lugar donde la encontré.
—Eso es cosa tuya. Pero si muere de hambre en el campo
de girasoles o la destroza algún perro te acusaremos de infanticidio.
Me quedé sin habla, luego tosí mientras las
lágrimas brotaban de mis ojos.
Me miró compasivo y puso té en un vaso, que
estaba cubierto de un centímetro de grosor de porquería. Di un sorbo al
té y le miré.
—Vete y pregunta por ahí —dijo—. A lo mejor hay alguna viuda o viudo
en alguna parte que desee coger a esa niña. Si no, llévatela a casa y
críala sin más. ¿Tienes familia en el pueblo? ¿Un hijo? Si es así y te llevas a esa niña a
casa tendrás dos hijos. Por lo que te tenemos que poner una multa de dos mil
yuanes.
—¡Maldito! —levanté el vaso de
té, pero luego lo volví a bajar con suavidad. Las lágrimas empañaban mis ojos
cuando dije—. Jefe, ¿existe la justicia en alguna parte del mundo?
El simplemente sonrió, mostrando
sus dientes grandes y amarillos.
Me picaba muchísimo la pierna, y
cuando vi la sangre en el suelo me entraron escalofríos. Pensé que a lo mejor tenía la rabia. Me
empezaron a picar hasta las encías y sentí la necesidad de morder a alguien. El
hombre de piel oscura me dijo:
—No te preocupes, alguien se la
quedará. Y nosotros haremos
todo lo posible para que así sea. ¡Todo lo que quería hacer era morderle!
Pasaron seis días. El bebé acabó con la leche en polvo,
defecó seis veces e hizo pis unas doce veces en los cuatro pañales que le pedí
a mi mujer; se los cambié tantas veces como fueron necesarias. Debo decir que
ella era reacia a «darme» los pañales, porque los estaba guardando para nuestro
futuro hijo. Después de lavarlos y
doblarlos con esmero los guardó en un arcón. No ocultó su mirada de completa
desaprobación cuando se los pedí.
El bebé tenía un apetito envidiable y unos
pulmones muy resistentes, como demostraban sus llantos. No parecía para
nada un bebé recién nacido. Me
agaché junto a ella mientras yacía en la cesta de bambú y le di el biberón;
sentí una fuerte impresión cuando vi cómo chupaba la tetina y observé
sorprendido la mirada feroz que tenía mientras se tragaba la leche con ansia.
Me asustó; sentí que era una constelación de calamidades en mi vida. A menudo
me preguntaba por qué la había cogido. Mi mujer se regodeaba recordándome que
sus propios padres tampoco cuidaron de ella ¿así que por qué tenía que ser yo
el único samaritano? Cuando me ponía en cuclillas junto a la cesta mi imaginación
solía volver a ese campo de girasoles soleado, donde los capullos de las flores
se caían por su propio peso y giraban de manera mecánica y torpe alrededor de
los tallos, levantando tanto polen dorado y fino que parecía una lluvia de
lágrimas, capaz de inundar los hormigueros.
Mi olfato me dijo que la piel que rodeaba el
mordisco del perro se había podrido; las moscas daban vueltas alrededor de la
zona infectada, sus pequeños estómagos llenos de gusanos microscópicos, como un
bombardero cargado. Me imaginé que la infección probablemente se extendería y
toda la pierna acabaría podrida y tan dura como una calabaza congelada. Me
pregunté qué pensaría esta niña una vez que me amputaran la pierna y tuviera
que andar con muletas, dando bandazos hacia delante y hacia atrás como el
péndulo de un reloj. ¿Me estaría igual de agradecida? De ninguna manera.
Cada vez que hacía un
sacrificio por alguien todo lo que recibía a cambio eran profundos insultos
atroces llenos de odio, de un salvajismo sin precedentes. Mi corazón tenía una enorme
cicatriz, estaba completamente perforado.
Y cada vez que se lo entregaba a alguien, bien
marinado en salsa de soja, todo lo que hacían era hacer pis sobre él. Odiaba a
la humanidad, tan atroz, desde lo más profundo de mi alma, y eso incluía a este
bebé glotón. ¿Por qué tuve que salvarla? Podía oír su voz de reproche: «¿Por qué me
salvaste? ¿Esperabas gratitud? Si no hubiera sido por ti me hubiese ido de este
mundo asqueroso hacía mucho, todo es por tu culpa, ¡idiota! Lo que te
mereces es que te vuelva a morder otro perro».
A medida que se me disparaban los pensamientos,
me llamó la atención la cara arrugada del bebé, que sonreía, dulce como la
remolacha. Tenía un hoyuelo diminuto, la piel entre las cejas había empezado a
escamarse y su cabeza alargada se había vuelto más redonda. No había duda, era
un bebé adorable y sano. Enfrente de la cara de esta niña, que encerraba una
vida sincera, pura y tan espléndida como un girasol, ahí estaba yo, pensando de
nuevo en girasoles; entonces aparté mis absurdos pensamientos a un lado. A lo
mejor estaba equivocado sobre lo de odiar a la gente, quizá había llegado el
momento de quererlos. Mi profesor de filosofía me recordó que el odio puro y el
amor puro son efímeros y que deben coexistir. Así que así sería: odiaría y
querría a la gente a la vez.
Los veintiún yuanes que encontré en las
mantillas que envolvían al bebé apenas sirvieron para pagar los sacos de leche
en polvo, y no hubo ningún progreso en mi búsqueda de un nuevo hogar para el
bebé. Los constantes murmullos de mi mujer me daban dolor de cabeza y mis
padres eran como marionetas, normalmente no pronunciaban ni una palabra a lo
largo de todo el día, un complemento perfecto con mi mujer. Nuestra hija estaba
fascinada con el bebé nuevo, y a menudo se sentaba a mi lado cuando me agachaba
junto a la cesta de bambú y se quedaba mirando al bebé que yacía dentro. Cualquiera que nos viera pensaría que nos
había encantado algún pez tropical y extraño.
Si no podía encontrarle a la niña un hogar
enseguida, y ya sin resto de los veintiún yuanes que habían dejado sus padres,
sabía lo que me esperaba. Así que me fui, arrastrando mi pierna lesionada y
visité cada uno de los doce o más pueblos del distrito, suplicando ayuda a
todas las familias que no tenían hijos. La respuesta era prácticamente la misma
en todas partes: «Queremos un hijo, no una hija». Hasta ese momento había
considerado mi distrito como un lugar muy especial con gente honesta y
respetable, pero después de unos días de viaje cambié de opinión. El bosque
estaba lleno de niños pequeños horrorosos, y todos tenían ojos de pez muerto,
arrugas en la frente y la misma expresión en la cara de los campesinos pobres
que padecen mucho sufrimiento. Arrastraban los pies al andar, sus espaldas ya
estaban encorvadas y tosían como los ancianos. Esa imagen intensificó mi sensación
de que la humanidad estaba en peor condición que nunca. Para mí, era una prueba
de que los pueblos de mi distrito estaban llenos de «pequeños tesoros», que
nunca deberían haber nacido. Desesperado
por el futuro de mi pueblo natal me obligué a no pensar en el futuro de esos
niños, que se habían hecho viejos antes de tiempo.
Un día, cuando estaba fuera en la calle
tratando de deshacerme del bebé, me topé con un Viejo amigo de la escuela
elemental. No debía tener más de veintidós o veintitrés años, pero parecía que tuviera
cincuenta. Cuando la conversación se centró en la familia dijo:
—Sigo soltero y me temo que es así como me
quedaré.
—Pensé que no tenías problemas de dinero.
—No me va mal, pero el problema es que no hay
mujeres suficientes para todos. Si tuviera una hermana la podría cambiar por
una esposa. Lamentablemente no la tengo.
—Pensé que las reglas del distrito no permitían
ese tipo de matrimonio concertado.
Me miró con cara de sorpresa.
—¿Pero qué importan las reglas del distrito?
Asentí con la cabeza. Cuando le conté lo del bebé
que me había encontrado y todos los problemas que me había causado me escuchó
bajo un silencio sepulcral, y no vi ni un rastro de lástima en sus ojos.
Simplemente le daba caladas al cigarrillo que le había ofrecido. La punta del cigarrillo
crepitaba, pero no salía ni una voluta de humo de su boca o nariz. Todo
desapareció en lo más profundo de su estómago.
Cinco días después vino a verme. Avergonzado me
dijo:
—¿Por qué no… por qué no me das al bebé? Yo la
criaré hasta que cumpla dieciocho años…
Le miré a los ojos con angustia y esperé a que
terminara de hablar.
—Cuando ella tenga dieciocho años… yo tendré
cincuenta… y quién dice que no podré…
—Viejo amigo —le interrumpí—, no quiero
escuchar más, por favor.
Compré dos sacos más de leche en polvo con mi
propio dinero, y mi mujer reaccionó furiosa y rompió en mil pedazos uno de los
cuencos descascarillados. Entre lágrimas de verdadera pena dijo:
—¡Hasta aquí! ¡Ya no puedo más! Pero a ti
obviamente te da igual lo que nos pase… He escatimado tanto en comida que ya no
necesito ir al baño, solo con tal de ahorrar dinero. ¿Y para qué? ¿Para que así
le puedas comprar leche al hijo de otra persona?
—Eres mi mujer —le dije—, así que no pagues tu
infelicidad conmigo. Todos los días salgo a buscarle un hogar a la niña, ¿o no?
—Nunca debiste haberla traído a casa.
—Sí, lo sé. Pero lo hice, y no podemos dejar
que se muera de hambre.
—¿Y eso en qué te convierte? ¿En un hombre con
buen corazón?
—¿La gente buena no tenía lo que se merecía?
Después de todos estos años juntos desearía que me dejases en paz. Si tienes
una solución dímela. ¿Cuál es? Podemos intentar buscarle un hogar a esta niña
entre los dos ¿qué opinas?
—Sí —dijo enfadada—. Una vez que nos deshagamos
de esta niña podremos tener otro niño.
—¿Tener otro?
—Sí, un hijo varón.
—¡Otro más!
—Gemelos sería lo mejor.
—Sí. Sí.
—Ve al hospital y habla con nuestra tía. A lo
mejor a ella se le ocurre algo. Las viudas y los viudos de la ciudad siempre le
piden niños.
Era la batalla final. Si mi tía, que trabajaba
en la sala de obstetricia del hospital no me podía ayudar a encontrar un hogar,
había un 80 o 90 por ciento de posibilidades de que yo estuviera destinado a
ser su padre adoptivo. Si era así como acababa todo sería un desastre sin fin,
tanto para ella como para mí. Me tumbé en la cama, sin inmutarme ante la plaga
de chinches ni ante mi mujer, a la que le rechinaban los dientes. Se relamía
los labios y respiraba con fuerza cuando soñaba; sentí como si mi corazón se
hubiese convertido en hielo. Finalmente me bajé sigilosamente de la cama y salí
al exterior, donde levanté la mirada para ver las desoladas estrellas del cielo
y sentí que había, por fin, encontrado algo de entendimiento. El aire de la
noche me caló en la espalda y la nariz me dolía de la tristeza. De repente me
di cuenta de la importancia de apreciarme a mí mismo; durante demasiado tiempo
había vivido pensando en los demás y me juré guardarme algo de amor para mí mismo.
Oía la respiración suave del bebé en su cesta de bambú. Cogí una linterna y
apunté hacia ella. Se había vuelto a
hacer pis, y el líquido se había filtrado entre las tablillas de la cesta y
había calado el suelo. Le cambié el pañal. ¡Si el Cielo me ayudaba esta sería
la última vez que tendría que hacer esto!
Mi tía, que acababa de terminar un parto,
estaba sentada en una silla con su uniforme blanco, que estaba cubierto de
sudor y gotas de sangre, tratando de recuperar el aliento. Había envejecido
mucho desde la última vez que la vi el año anterior. Se echó hacia delante para
saludarme cuando me vio entrar. Su enfermera estaba en la sala de partos
limpiando; un recién nacido lloraba en su cuna.
Me senté en la misma silla en la que me había
sentado el año anterior, justo enfrente de mi tía. Un libro de obstetricia con
la cubierta de plástico yacía en la mesa.
—¿Qué haces aquí de nuevo? —dijo ella sin mucha
energía—. ¡Después de venir a verme el año pasado te fuiste y escribiste un
libro en el que parezco una especie de demonio!
—No estaba bien escrito —dije, con una sonrisa
tímida.
—¿Quieres oír una historia sobre un zorro?
—preguntó—. Si hubiese sabido que una historia sobre un zorro podría
convertirse en un libro te hubiese contado millones.
A pesar de que no la animé a hacerlo y de lo
cansada que estaba después de haber ayudado a traer al mundo a un niño, me
contó una historia. —El invierno pasado —empezó—, un hombre mayor estaba
recogiendo estiércol una mañana temprano cuando se encontró un zorro con una
pata rota. Lo recogió y se lo llevó a casa cargado a la espalda como si fuera
su mascota. La pata herida del zorro casi estaba recuperada cuando el hijo del
anciano llegó a su casa de visita. Este hijo, un joven impetuoso, era
comandante de batallón. En el momento en el que vio al zorro cogió su pistola
y, sin decir una palabra, lo mató. Por si no hubiera sido suficiente despellejó
al animal y colgó su piel en la pared para que se disecara. El anciano casi se
murió del susto, pero su hijo simplemente canturreó una canción, sin inmutarse
de lo que había hecho.
Al día siguiente al mediodía el hijo del
anciano hizo dumpings de zorro para comer: troceó la carne; cortó cilantro,
puerro y cebolla y le añadió aceite de sésamo, salsa de soja, pimienta y glutamato
monosódico; una cornucopia de sabores. Hizo los rollitos con harina de nabo:
blancos y brillantes, como piezas de cerámica. Cuando tenía todos enrollados
los metió en una olla de agua hirviendo: una, dos y hasta tres veces, hasta que
estuvieron listos para comer. Pero cuando los sacó todo lo que vio eran
pequeños excrementos de burro. Sacó más y obtuvo los mismos resultados. Más excrementos
de burro. Y de nuevo, lo mismo. Al hijo se le puso el pelo de punta. Esa noche,
cuando todas las ventanas y puertas de la casa empezaron a retumbar el hijo
sacó su pistola; pero no sucedió nada cuando apretó el gatillo. Finalmente no
les quedó otro remedio que hacerle al zorro sus ritos fúnebres.
Mi tía se sabía tantas historias de zorros y
fantasmas que le hubiese llevado tres días y tres noches contármelas todas, y
dado que se basaba en hechos reales, tenías que creértelas. Estaba desaprovechando
su talento, pensaba yo. Debería entretenerse editando Nuevos cuentos de sucesos
extraños.
Mi tía se sentía más viva cuando contaba estas
historias sobre fantasmas. El bebé recién nacido en la sala de parto seguía
llorando cuando la enfermera abrió la puerta de golpe, echando humo del enfado
y dijo:
—¿Qué tipo de madre es esa? Tiene a su bebé y
sale corriendo.
Le lancé una mirada de incertidumbre a mi tía.
—Es la mujer de Pueblo Agua Negra que ya tienen
tres hijos, todo niñas. Deseaba tener un varón, pero no ha tenido esa suerte.
Y cuando le dijimos a su marido que había
tenido otra hija simplemente se fue corriendo en su carro de caballos. No es el
típico padre. Bueno, pues cuando ella le vio salir corriendo saltó de la mesa
de parto, se subió los pantalones y se marchó dando gritos, dejando al recién
nacido aquí.
Seguí a mi tía a la sala de partos y vi al bebé
recién abandonado. Era escuálida como un cachorro enfermo, nada que ver con el
bebé sano y regordete que encontré yo, y ni de cerca tan guapa; y de ninguna
manera lloraba con tanta fuerza. En cierta manera eso me consoló un poco. Mi
tía le tocó ligeramente la tripa:
—Pequeñita —dijo—. ¿Por qué no has nacido con
otro trocito más de carne entre las piernas? Si así fuera serías el ojito
derecho de tus padres; sin él no eres más que un excremento desagradable.
—¿Qué hago con ella? —preguntó la enfermera—.
No la vamos a dejar aquí, ¿o sí?
Mi tía se giró hacia mí.
—¿Por qué no te la llevas a casa contigo? He
visto a sus padres y son personas normales. Campesinos altos, fuertes, los dos.
Así que esta niña será como ellos, una verdadera belleza. Salí de la habitación
antes de que hubiese siquiera acabado de hablar.
Me senté en el campo de girasoles inmóvil; se
me paralizaron las piernas de la humedad del suelo. No tenía intenciones de
levantarme. Los pétalos de los girasoles se habían cerrado y vuelto negros,
como pestañas. Parecían un sinfín de ojos negros mirándome fijamente. Unas
nubes negras y espesas bloqueaban el sol. Los capullos de las flores pendían
desordenados, como si estuvieran tristes y marchitos. Las hormigas negras
estaban ocupadas reconstruyendo sus fortalezas en el suelo liso y embarrado,
haciéndolos más altos y más fuertes que la última vez que los vi, ajenos al
hecho de que la próxima lluvia acabaría con ellos de nuevo, sin respetar la
historia arquitectónica del fabuloso reino de las hormigas. No había ni una
ráfaga de viento en el campo de girasoles; era asfixiante, como el horno de una
cocina, en el que estaban cocinando un pato carnoso y delicioso: yo.
Ahí sentado me acordé de algo que ocurrió en
una gran ciudad: una mujer joven, refinada y bella tenía la costumbre de matar
y comerse hombres jóvenes. Estofaba los muslos, cocía las caderas y cocinaba
sus corazones e hígados con ajo y vinagre. Después de devorarse a unos cuantos
hombres la mujer se convirtió en la propia imagen de la salud. Entonces me
acordé de algo que ocurrió hace mucho tiempo en China, justo aquí, en mi pueblo
natal. Un cocinero que se llamaba Yi Ya cocinó a su propio hijo y se lo llevó
al duque Huan de Qi.
Dijeron que el hijo de Yi Ya era delicioso, más
tierno que el cordero más sabroso.
Estos pensamientos acrecentaron mi convicción
de que la naturaleza humana era más frágil que el papel más fino del mercado.
Justo entonces ráfagas de viento hicieron que las hojas de los girasoles crujieran
y me rozaran en la cabeza y en la cara, y al mismo tiempo, en el corazón, tan
duro como una lija. No creo que nunca antes me haya sentido tan bien. Cuando el
viento paró salieron insectos de todas partes, haciendo bellos sonidos. Una
cigarra pequeña estaba montando a otra más grande en el tallo de un girasol; se
estaban apareando. En cierta manera son como los humanos; cabe decir que no son
peores que nosotros y que nosotros no somos más nobles que ellos. Sin embargo,
deseaba que hubiera muchas cigarras en el campo de girasoles. Esos pétalos
caídos eran como un sinfín de caras de niños, que me miraban cariñosamente,
consolándome, y me daban fuerza para que aceptara el mundo, independientemente
de lo doloroso que fuera comprenderlo.
De repente me acordé del final de «Muñecas de
Michinoku». Una vez que el autor de la historia se familiarizó con la tradición
de ahogar bebés y volvió a Tokio vio una fila de marionetas que colgaban de
unos almacenes cubiertas de polvo y con los ojos cerrados. La imagen le recordó
a todos esos bebés que lanzaban a los ríos antes de que pudieran abrir los ojos
o llorar por primera vez. Pero yo no puedo encontrar ningún símbolo con el que
conmover a mi alma y concluir este cuento. ¿Los girasoles? ¿Las cigarras? ¿Las
hormigas? ¿Los grillos? ¿Gusanos? Ridículos, todos ellos. Ninguno representa la
verdadera cara de la vida. En el túnel que me he cavado sigo topándome con los
huesos blancos de los niños abandonados y me digo a mí mismo que esos seres
humanos que llenaron el espacio de sonidos que podían haber sido tanto llantos
como risas no pueden ser vistos como deshonestos, feos o malos. ¿Pertenecen los
niños abandonados de Michinokou a la historia? Preservativos, DIU, pastillas
anticonceptivas, la esterilización masculina y femenina y los abortos se han
unido para acabar con la cruel práctica de ahogar a los niños de Michinokou.
Y sin embargo aquí, en este lugar, donde la
tierra tiene un manto de flores amarillas, el problema es mucho más complejo
que ese. Los médicos y la Administración del Gobierno pueden trabajar en obligar
las esterilizaciones de los hombres y mujeres en edad de procrear ¿pero dónde
podemos encontrar una cura milagrosa capaz de desarraigar y eliminar las
nociones ancladas en las mentalidades de la gente de mi pueblo natal?
Fuente: nobelprize.org |
Mo Yan cuyo nombre real es Guan Moye, es un escritor chino que nació en Gaomi, Shandong, el 17 de febrero de 1955. Su pseudónimo significa «no hables», en recuerdo a su infancia y a la Revolución Cultural maoísta, durante la que sus padres le dijeron constantemente que no hablara para no decir nada inconveniente.
Tras trabajar en una fábrica de petróleo, Mo Yan consiguió, alterando su certificado de nacimiento para tener edad suficiente, entrar en el Ejército Popular de Liberación chino. Siendo soldado empezó a escribir, y al conseguir un puesto en la Escuela de Arte y Literatura del Ejército, pudo dedicarse
por completo a esta afición.
Se hizo conocido en occidente gracias a la adaptación de dos de sus novelas a la película Sorgo rojo, dirigida por Zhang Yimou, y reconoce estar influido por escritores occidentales, en especial Gabriel García Márquez, Tolstói y Faulkner, aunque se le conoce sobre todo como «el Kafka chino».
Fue candidato al Premio Neustadt de 1988 y al Premio Man Asian en 2007. En 2009 obtuvo el Premio Newman de Literatura China. Varias de sus obras fueron prohibidas en su país natal, de entre las que destaca Grandes pechos, amplias caderas, una visión de la historia china a través de los ojos de una mujer.
En 2012 recibió el máximo galardón de la Academia Sueca, el Premio Nobel de Literatura.
Excelente Adelaida, muchas gracias por el regalo de esta lectura especial!
ResponderEliminarGracias Ade y también por el libro Nueva Palabra que tu papi gentilmente me entregó.
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