Niña abandonada, un cuento de Mo Yan ~ Palabralab

lunes, 8 de febrero de 2016

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Niña abandonada, un cuento de Mo Yan

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Un cuento del premio Nobel chino, Mo Yan, con un narrador masculino que observa de cerca la suerte de nacer mujer en la República Popular China.

***

Apenas la había recogido del campo de girasoles cuando sentí que se me había taponado el corazón con sangre negra, pegajosa y pesada como una piedra fría. El gris llenó mi cabeza, como una calle barrida por un viento frío. Al final fueron sus llantos ásperos los que me sacaron de mi atontamiento. No sabía si odiarla o agradecérselo, y no tenía claro si estaba haciendo algo bueno o malo. Miré alarmado su cara alargada, arrugada y amarillenta, a la vez que veía dos lágrimas de color verde claro en sus ojos y la gruta de su boca sin dientes; los llantos emergían desde ahí, fieros y húmedos, y llevaron toda la sangre de mi cuerpo a la cabeza. Apenas podía coger a ese bebé envuelto en raso rojo.

Me tambaleé con profunda tristeza y salí del campo de girasoles con ella en brazos, haciendo crujir las hojas, que tenían forma de paipáis; la pelusa blanca de sus ásperos tallos rozaba contra mis brazos y mejillas. Cuando salí del campo estaba sudando. Tenía el cuerpo lleno de los arañazos de las hojas y los tallos, y eran como las ronchas que te salen cuando te dan un latigazo; escocían como las picaduras de los insectos. Pero el corazón me dolía todavía más. Con el resplandor de los rayos de sol el raso que envolvía a la niña me abrasaba los ojos por su rojo feroz; también me abrasaba el corazón, que parecía encerrado en capas de hielo.

Había luna llena; el campo se esparcía a mi alrededor. La calzada era de un gris sucio y los hierbajos del borde de la carretera parecían serpientes o gusanos entrelazados. Soplaba un viento fresco por el Oeste a la vez que los rayos del sol abrasaban; no sabía si quejarme del frío o del calor. En otras palabras, era un típico mediodía de otoño. Lo que significaba que los granjeros estaban en sus pueblos.

A un lado y a otro de la carretera crecían varios tipos de cereales y flores: soja, maíz, sorgo, girasoles, batatas, algodón y sésamo. Los girasoles estaban en flor y una gran nube amarillenta flotaba entre las cosechas verdes. Unos cuantos avispones de color rojizo revoloteaban alrededor de la sutil fragancia que desprendían. Los grillos emitían un llanto lastimero debajo de las hojas, mientras que los abejorros volaban en el aire, únicamente para ser devorados por las golondrinas, algunas de las cuales se posaban en los cables de teléfono que se levantaban en el campo. Por la manera que bajaban el cuello me daba cuenta de que estaban mirando el río gris que fluía plácidamente por el campo debajo de ellas. Detecté un olor fuerte, pegajoso, vivo, como el de la miel sin refinar. La vitalidad de la vida emergió por todas partes de manera magnífica, y esta vitalidad se manifestaba en una bruma húmeda que emergía de los hierbajos protuberantes y de las vastas cosechas. Una nube solitaria pendía inmóvil en el cielo, asombrosamente azul, tan pura como una virginal doncella.

Ella seguía llorando, como si la hubieran maltratado con crueldad. En ese momento no sabía que la habían abandonado. Dudo que la pena que me daba, que no valía para nada, pudiese ser beneficiosa para ella; en realidad solo me transmitía agonía. No puedo evitar creer que el dicho «Las buenas acciones casi nunca son recompensadas» sea una ley del universo. A lo mejor te consideras una gran persona por rescatar a alguien de las garras del infierno, pero otras personas considerarán que tus acciones son interesadas o incluso destructivas.

Desde ahora no me verás haciendo buenas acciones. Eso no significa, claro está, que me convierta en un demonio. He sufrido mucho por culpa de esta niña y en ese momento pude sentir cómo se apoderaba de mí, incluso en el momento en el que la saqué del campo de girasoles.

Era el único pasajero del destartalado autobús que me llevaría a la parada de los Tres Sauces media hora antes de ver a la niña en el campo de girasoles. Durante el trayecto de autobús me di cuenta de que me estaba volviendo cada vez más consciente de nuestro sistema social. La chica que recogía los billetes, una joven con la cara como el huevo de un gorrión, repetía la misma frase una y otra vez. La manera en la que bostezaba durante todo el trayecto era una buena señal de que no había dormido la noche anterior: a lo mejor su novio y ella habían encontrado otra forma más divertida de pasar la noche.

Y con cada bostezo giraba su preciosa cara hacia mí y me miraba con un resentimiento tal que parecía que la hubiese escupido o le hubiese metido lima en polvo en su bote de crema facial. De repente tuve la sensación de que unas manchas oscuras le cubrían los globos oculares, y que cada vez que me miraba esas manchas me salpicaban a la cara como perdigones. Era como si la hubiera ofendido de alguna manera; por eso decidí responder a cada una de sus miradas con la sonrisa más sincera que era capaz de esbozar.

Finalmente me perdonó, dado que le oí decir: «Tienes un vehículo privado». Diecisiete de las veinte ventanas de mi vehículo, que medía nueve metros desde la cabina al final, estaban rotas, y los asientos de cuero negro parecían finos bizcochos empapados en agua y doblados por los bordes. Mi vehículo privado, con todas las partes de metal oxidadas, se sacudía a medida que avanzaba por la estrecha carretera de tierra y los campos verdes desaparecían a nuestros lados rápidamente. Mi vehículo privado era como un buque de guerra abriéndose camino entre el viento y las olas. Sin siquiera mirarme a la cara, el conductor me preguntó:

—¿Dónde está apostado? ¿En el fuerte?
Le contesté, muy sorprendido por su interés.
—¡Sí, sí, eso es!

Bueno, no estaba apostado en el fuerte, pero sabía los beneficios de mentir. Me he convertido en un mentiroso patológico. Eso animó a mi conductor y pude verle su cara amistosa y alegre incluso sin necesidad de que se girara. Debí despertar un montón de recuerdos en él, recuerdos de la vida en el ejército. No paraba de repetir las mismas quejas sobre el Jefe de Gabinete, un hombre como un gángster con cara de mono. Me contó que una vez llevó al Jefe de Gabinete y que se sentó en la parte trasera con la mujer del Comandante del Regimiento 38. Cuando miró al espejo retrovisor y vio que el Jefe de Gabinete estaba metiéndole mano a la mujer puso cara de asco y chocó el jeep contra un árbol… Ja, ja, se rio. Y yo también.

—Entiendo —dije—, entiendo perfectamente. El jefe de Gabinete es humano.
—Cuando volví al fuerte me dijo que hiciera un informe, así que puse: «Me he despistado cuando he visto al Jefe de Gabinete meter mano a una mujer y he tenido un accidente con el jeep. Ha sido culpa mía». Después de mandarlo, nuestro Instructor Político dijo: «¡Imbécil!» y me dio un capon fuerte en la cabeza. «¿Qué tipo de informe es este? ¡Vete y escríbelo de nuevo!»
—¿Lo hiciste?
—¡Ni de broma! Lo escribió él y yo lo copié.
—Tu Instructor Político parece un buen tío —dije.
—¿Buen tío? ¡Le tuve que dar cuatro malditos kilos de algodón!
—Nadie es perfecto —dije.
—Eso fue durante la Revolución Cultural, por lo que todo fue culpa de la Banda de los Cuatro.
—¿Qué tal van las cosas en el ejército hoy en día? —preguntó.
—No van mal, no van mal.

Cuando llegamos a los Tres Sauces, la mujer que trabajaba en el autobús abrió la puerta y estuvo a punto de sacarme de un empujón. Pero no me preocupaba porque el conductor y yo nos habíamos hecho camaradas.

Le lancé un paquete de Noventa y Nueve en el salpicadero. Ese paquete de tabaco debió ser un gran acierto, dado que una vez que me bajé él siguió tocando el claxon como muestra de agradecimiento a lo largo de toda la carretera.

Empecé a caminar. Llevaba una bolsa de caramelos en la mochila y una pequeña petaca con alcohol en la mano. Tenía que caminar tres kilómetros y medio por una carretera de campo que nunca vio un autobús, bajo un sol cegador, antes de llegar a casa y me pudiese reunir con mis padres, mi mujer y mi hija. Observé el campo de girasoles en la distancia. En el momento en el que vi la nota en uno de los sauces corrí hacia ella. Todo por culpa de esa nota.

Alguien había garabateado las palabras: «¡En los campos de girasoles, date prisa, salva una vida!».
De repente, el campo de girasoles parecía estar muy lejos, como una nube flotando sobre la tierra, amarilla y suave, con su fuerte fragancia penetrándome poderosamente. Tiré al suelo mis bultos para poder ir más rápido. Y mientras corría con ansia, me vinieron por la mente imágenes de una parte del pasado, una parte que no era capaz de olvidar. Dos veranos atrás estaba caminando hacia casa, siguiendo un perro blanco cuando me encontré con una amiga que no veía hacía años, una chica llamada Aigu. Ese encuentro casual provocó una cadena de acontecimientos que fueron la base de un relato que escribí más tarde titulado: «Perro blanco y columpios». Sigo pensando que es uno de mis mejores trabajos. Cada vez que vuelvo a casa descubro algo nuevo que se solapa con algo del pasado.

La vida colorida y compleja de un pueblo agrícola es como una gran obra literaria, una difícil de terminar y todavía más difícil de entender. Ese pensamiento siempre me recuerda lo superficial e insípido que es la escritura. ¿Qué extraño descubrimiento existencial me esperaba ahora? Si la nota que había leído era una señal, estaba condenada a ser «apasionante» y «trágica», usando la terminología de los escritores de elite. Yuri y Lara se encontraban entre los campos de girasoles, un Edén romántico y acogedor hecho para perder la cabeza. Estaba casi sin aliento cuando llegué al borde del campo. Las hojas gruesas de los girasoles crujían con la calurosa brisa; libélulas, grillos y chicharras emitían ruidos amortiguados de felicidad; y entonces, el bebé que tantos problemas me iba a traer empezó a berrear. Sus llantos eran el instrumento central de la sinfonía de los girasoles: entrecortados y desesperados, insistentes como una llama que te chamusca las pestañas.

Nunca había visto antes un campo lleno únicamente de girasoles. Estaba acostumbrado a verlos en pequeños grupos, junto a una valla de bambú o un muro; ahora posaban altos y solos, como si nada les humillara. Pero los girasoles se apoyaban unos sobre otros con suavidad y de manera íntima, semejantes a un mar de pasión ondeante. El terreno de girasoles había pasado de estar compuesto por grupos desperdigados a un campo entero y florido, y era un reflejo alentador de los efectos de las reformas económicas en los pueblos agrícolas.

Pasaron varios días antes de que me diera cuenta de que este bebé, abandonado en un precioso campo de girasoles, era una criatura extraña, el núcleo de muchísimas contradicciones que hacían que fuera igual de impensable abandonarla que llevártela a casa. La humanidad ha evolucionado hasta tal punto que lo que la separa del mundo animal es una línea tan frágil como una hoja de papel. La naturaleza humana es de hecho tan fina y frágil como una hoja de papel, que se arruga en cuanto la tocas.

Los tallos gruesos de los girasoles eran de un verde grisáceo; las hojas más bajas ya se habían caído, dejando cicatrices diminutas en el lugar por el que se partieron, mientras que las más altas bloqueaban los rayos de sol. Las hojas eran de un verde más oscuro, casi negro, y sin brillo. Un sinfín de flores del tamaño de cuencos de arroz pendía de los tallos con suavidad, como una multitud de cabezas gachas. Seguí el sonido del llanto atravesando el campo, abriéndome paso entre nubes de polen dorado que revoloteaban por encima de mi cabeza, brazos, e incluso ojos; revoloteaban por la tierra; revoloteaban por la manta roja de raso que envolvía al bebé y revoloteaban por encima de tres hormigueros con forma de pagoda, próximos al lugar en el que yacía la niña. Una multitud de hormigas negras se vio sorprendida en mitad de su ajetreada actividad cuando trataba de construir su fortaleza. La desesperación corroyó mis huesos y me invadió de repente. Además de ayudar a los humanos a pronosticar el tiempo, el trabajo frenético de las hormigas era totalmente inútil porque sus montículos apenas podían soportar treinta segundos de lluvia torrencial. A pesar del lugar del hombre en el universo, ¿es realmente mejor que esas hormigas? El terror existe mires donde mires: estamos rodeados de trampas, de engaños, mentiras y corrupción interesada; incluso los campos de girasoles son lugares para esconder a recién nacidos entre mantas rojas. Pensé en dejar a la niña donde estaba, darme la vuelta y continuar mi camino a casa, pero no pude hacerlo. Era como si me la hubieran soldado a mis brazos. Volví a pensar en dejarla ahí pero mis brazos pensaban por sí solos.

Volví a los Tres Sauces para analizar la nota de nuevo. Las palabras garabateadas me miraban ferozmente. El campo de mi alrededor era más grande que nunca; las cigarras otoñales piaban desoladamente en los sauces y la sinuosa carretera de tierra que llevaba a la capital del condado emitía un brillo amarillo y cegador. Un gato famélico, desterrado de su hogar, que se escabullía del campo de maíz, me miró y maulló antes de meterse sigilosamente en un campo de sésamo.

Después de mirar a los labios carnosos y de color casi transparente del bebé, cogí la mochila y, acunando a la niña en mis brazos, me fui a casa.

Mi familia se sorprendió cuando me vieron aparecer de repente, pero se quedaron completamente atónitos cuando vieron el bebé que tenía entre los brazos. Padre y Madre mostraron su sorpresa tambaleándose ligeramente y perdiendo el equilibrio; mi mujer dejó caer los brazos de golpe. Solo mi hija de cinco años mostró alegría hacia el bebé, mucha alegría.

—¡Un hermanito! —gritó—. ¡Un hermanito! ¡Papá ha traído a casa un hermanito!

Sabía que el fuerte interés de mi hija por un «hermanito» había nacido de las largas conversaciones de mis padres con mi mujer. Cada vez que llegaba a casa, mi hija me daba la lata con que quería un hermanito, no uno, sino de hecho dos. Y cada vez que lo decía, podía sentir las miradas penetrantes, aunque compasivas, de mis padres y mi mujer, como si me miraran sin perder la esperanza, como si me pusieran a prueba.

En una ocasión, saqué con temor un muñeco rosa de mi bolsa de viaje y se lo di a mi hija cuando empezó a hacer uno de sus numeritos sobre su hermanito. Me lo quitó e inmediatamente le dio un golpe en la cabeza, generando un fuerte ruido. Entonces lo tiró al suelo y empezó a chillar.

—No lo quiero… —dijo entre lágrimas—. Este está muerto… Quiero un hermanito con el que poder hablar. —Después de coger el muñeco de plástico del suelo le miré a sus ojos saltones y me fijé en su aspecto ridículo. Todo lo que pude hacer fue suspirar. Padre y Madre también suspiraron. Entonces levanté la mirada y ahí estaba mi mujer, con dos hilos de lágrimas turbias deslizándose por su cara oscura de piel lacada.  

Con la excepción de mi hija, todos me miraron paralizados y yo les devolví la misma expresión. Sonreí con amargura para aliviar mi desconcierto, y ellos hicieron lo mismo, sin hacer un solo ruido. Todos tenían la misma mirada absorta en sus caras tensas, como si fueran estatuillas de arcilla.

—¡Papá, déjame ver a mi hermanito! —gritó mi hija a la vez que daba saltos de un lado a otro.
—Me lo he encontrado —anuncié—. En el campo de girasoles…
Mi mujer reaccionó enfadada:
—¡Yo puedo seguir teniendo hijos!
—¿Esperas que no socorra a un bebé en peligro? —le pregunté en tono suplicante.
—Hiciste lo correcto —dijo Madre—. No podías dejarla ahí.
Padre no dijo una palabra en todo el tiempo.
Cuando dejé al bebé en la cama estalló con unos llantos irregulares.
Les dije que el bebé tenía hambre. Mi mujer me miró fijamente.
—Quítale la manta y veamos el estado del bebé —dijo Madre.

Padre se rio con frialdad y se puso de rodillas en el suelo, sacando la bolsita de tabaco; enseguida estaba fumando de su pipa.

Mi mujer se acercó rápidamente a la cama y le desató al bebé la cinta que sujetaba la tela de raso. Le echó una mirada rápida y se echó para atrás desanimada.

—¡Déjame ver a hermanito! —gritaba mi hija a la vez que daba empujones y ponía las manos en el borde de la cama, tratando de subirse—. ¡Déjame verle!

Mi mujer se agachó y le dio un pellizco fuerte en el trasero.
Mi hija dio un grito helado, salió corriendo de la habitación y lloró con todas sus fuerzas. Era una niña. Daba patadas en el aire con sus piernas arrugadas y salpicadas de sangre, y lloraba lastimosamente. Tenía los brazos y las piernas bien formados, sus rasgos eran normales y sus berridos bien altos. No había duda, era una niña sana. Una montaña de excrementos negros yacía alrededor de su trasero; sabía que era lo que se conoce por «heces fetales». Lo que significaba que esta cosita que se retorcía sobre el raso rojo y suave era un bebé recién nacido.

—¡Es una niña! —dijo Madre.
—Si no lo fuera, ¿quién la hubiese abandonado? —dijo Padre a la vez que golpeaba el cuenco de la pipa en el suelo. Pensé que mi hija estaba cantando una canción en el jardín pero en realidad seguía llorando.
—Puedes volverla a dejar en el lugar en el que la encontraste —dijo mi mujer.
—Eso es lo mismo que abandonarla y dejarla morir —protesté—. Estamos hablando de una vida, por lo que no trates de convertirme en un criminal.
—Vamos a cuidarla de momento —dijo Madre—, mientras preguntamos por los alrededores si alguien ha perdido una niña.  Hay que tener mucho cuidado con estas cosas. Es como acompañar a una visita hasta la puerta.  Esta buena acción asegurará que tu siguiente hijo sea un varón.
—Madre, no solo ella, toda la familia deseaba que mi mujer y yo tuviésemos un hijo para poder llevar a cabo mis responsabilidades como buen hijo y marido. Se ha convertido en una necesidad tan urgente que nos ha afectado a mi mujer y a mí durante años, tanto que se puede cortar la tensión con cuchillo entre nosotros. Es un deseo tan nocivo que ha empezado a envenenar el humor de toda la familia. —Sus miradas rasgaron mi alma como si fueran púas afiladas.

De nuevo, estaba a punto de levantar los brazos y rendirme, pero al final cambié de opinión. Había llegado al punto de que siempre que salía a la calle me sobrecogía un profundo miedo. La gente seguía mirándome de manera extraña, como si estuviera loco o como si fuera una criatura rara procedente de algún planeta alienígena que había aterrizado en mitad de sus tierras. Le lancé una mirada triste a mi madre, cuya dedicación por mi estado de salud no tenía límites. En ese momento no tenía fuerzas ni para suspirar.

Cogí un trozo de papel para limpiarle el trasero al bebé. Miles de moscas, atraídas por el olor, pulularon desde el baño, la pocilga y el corral del ganado, formando una corriente negra y asquerosa a medida que zumbaban por la habitación. Montones de chinches saltaban debajo de la cama, como si los hubieran disparado de golpe. Las heces fetales estaban duras y pegajosas, como la brea o la escayola caliente reblandecida; olía asqueroso. Una fuerte sensación repugnante creció en mi interior mientras limpiaba al bebé.

Mi mujer, que se había ido a la otra habitación, volvió y dijo:

—Visto lo mucho que ignoras a tu propia hija parece que no eres su padre. Pero en cambio le limpias el culo al hijo de otra persona, como si fuera tu misma carne y tu misma sangre. Quién sabe, a lo mejor lo es.  A lo mejor es tuya y de alguna mujer de por ahí. A lo mejor uno de los días que te fuiste a pasear tuviste una preciosa hija…

Sus quejas se fundieron con el zumbido infernal de las moscas, que casi me derritieron el cerebro.
—¡Mátala! —grité histérico.

Eso la dejó sin palabras. La miré a la cara, que entre la ira y el miedo había cambiado de expresión. También pude oír a mi hija, que estaba jugando con una vecina en el callejón de la entrada. Niñas, poco gratas en todas partes.

A pesar de haber puesto mucho cuidado a la hora de limpiar al bebé, restos de las heces fetales me mancharon la mano. Había algo precioso en limpiar las primeras cacas de un bebé. Me sentí privilegiado y volví a limpiar a la niña, quitándole los excrementos oscuros con el dedo. Por el rabillo del ojo vi a mi mujer, que estaba boquiabierta, y en ese momento explotó dentro de mí un sentimiento de aversión profundamente enraizado hacia toda la humanidad. Naturalmente, la autoaversión encabezaba ese sentimiento.

Mi mujer vino a ayudarme. Ni se lo agradecí ni la rechacé. Cuando ella se agachó y, de manera experta, le estiró la manta roja que hacía de pañal me alejé, sumergí las manos en agua y me lavé el dedo.

¡Dinero! —gritó mi mujer.

Levanté las manos, me giré, y la vi sujetar un trozo de papel rojo en la mano izquierda y un fajo de billetes arrugados en la derecha. Soltó el papel rojo, escupió y empezó a contarlo. Lo hizo dos veces, para estar segura.

—¡Veintiún yuanes! —su cara emanaba ternura.
—Ve a por los biberones de Shasha —dije—, y lávalos. Luego llena uno con leche en polvo y da de comer al bebé.
—¿En serio quieres que nos quedemos con ella? —preguntó.
—Ya nos preocuparemos de eso más tarde —dije—. Por ahora no queremos que se muera de hambre.
—No tenemos leche en polvo.
—¡Entonces ve a comprarla a la cooperativa! —Saqué diez yuanes y se los acerqué.
—No vamos a usar nuestro dinero —dijo, agitando los billetes sucios que tenía en la mano—. Usaremos su dinero.

Un grillo saltó de la esquina de la pared húmeda, aterrizó en el borde de la cama y luego se posó encima de la manta roja que envolvía al bebé. El cuerpo del insecto de color café parecía especialmente lúgubre sobre el raso rojo. Vi sus antenas moverse con nerviosismo. El bebé se metió la mano en la boca y empezó a chupar. La piel blanca de los nudillos se estaba pelando. Tenía la cabeza llena de pelo negro y dos orejas grandes, carnosas y casi transparentes.

En ese momento y sin que me diera cuenta, mi padre y mi madre estaban junto a mí y observaban al bebé hambriento que se mordía el puño.

—Tiene hambre —dijo Madre.
—La gente tiene que aprender a hacerlo todo en esta vida menos a comer —dijo Padre.

Me giré y les miré, y unas olas de calor subieron desde mis entrañas. Parecía como si estuvieran rezando al Espíritu Santo: de pie junto a mí admiraban la cara sucia y ensangrentada de una niña que quizá algún día se convertiría en una gran mujer.  

Mi esposa volvió con dos sacos de leche en polvo y un paquete de detergente. Preparé un biberón de leche, luego metí la tetina de plástico, que mi hija había mordido tanto que estaba casi deshecha, en la boca del bebé. La niña echó la cabeza hacia atrás y hacia delante una o dos veces antes de envolver la tetina con los labios y empezar a comer.

Después de acabarse el biberón, abrió los ojos. Eran negros y pequeños como renacuajos. Trató de enfocar la vista, y su mirada era fría y distante.
—Me está mirando —dije.
—Los recién nacidos no pueden ver nada —dijo Madre.
—¿Cómo sabes lo que puede ver y lo que no? —objetó Padre airadamente—. ¿Acaso te ha llamado y te lo ha dicho?
Madre se retractó:
—No voy a discutir. No me importa si puede ver o no.
Justo entonces nuestra hija entró en casa y gritó:
—Madre, ¿has oído el trueno? Va a llover.

Estaba en lo cierto. Desde donde estábamos pudimos oír los truenos que venían del Noroeste, era como el sonido de una rueda de molino al girar. Vi nubes oscuras entre los agujeros del papel que cubría la ventana trasera.  

Poco después del mediodía, el cielo se despejó y una cortina de lluvia gris lavó los azulejos de los alerones; el sonido se fundió con el croar de las ranas. El río, crecido por la lluvia, había arrastrado una docena de carpas enormes y ahora se retorcía en el jardín de mi casa. Mi mujer se durmió enseguida en la cama, con nuestra hija entre los brazos. Podía escuchar la fuerte respiración de mis padres que dormían en la otra habitación. Después de dejar al bebé en una cesta de bambú, la llevé a la sala de estar y la coloqué sobre un taburete alto, luego me senté junto a ella y observé los torrentes desenfrenados de lluvia que caían fuera. Cuando volví a ver al bebé estaba hecho un ovillo en la cesta, durmiendo plácidamente. La lluvia de los alerones caía a un cubo profundo y el sonido pasó de ser sutil a un martilleo incesante. La pequeña luz que entró a la habitación del cielo plomizo era de un color azul oscuro, lo que volvió la cara del bebé del color de una monda de naranja.  Preocupado de que se despertara con hambre preparé un biberón, como si fuera un extintor, solo en caso de emergencia. Cada vez que abría la boca para llorar le metía la tetina, acabando con el llanto antes de que se hiciese real. Hasta que no vi gotear leche por los dos lados de la boca de la niña no entré en razón: el bebé podía morir por comer demasiado igual que moriría si no comía nada. Dejé de darle el biberón y le limpié la leche que tenía en los ojos y las orejas con una toalla, luego volví a mirar la lluvia constante. Era obvio que este bebé se había convertido en una carga, en mi carga. Si no fuera por ella para ese entonces ya estaría en la cama, durmiendo y descansando del largo viaje de autobús. En su lugar, por su culpa, estaba sentado en un taburete duro, observando la monótona lluvia. Si no fuera por mí en este entonces a lo mejor se habría ahogado, o congelado hasta morir. El caudal de la lluvia podría haberla arrastrado hasta un estanque y un pez hambriento le hubiese podido picotear los ojos.

Una de las carpas yacía en el jardín, con la panza hacia arriba, la cola sacudiéndose contra las baldosas y la mirada apagada. Al final saltó de nuevo al charco de agua. Cuando se estiró parecía un arado cortando el agua. Me sentí tentado a salir corriendo bajo la lluvia y regalársela a Padre, algo que sirviera de acompañamiento a su vino. Pero cambié de opinión, y no solo porque no quería empaparme.

Esa tarde, con la lluvia cayendo a cántaros, sufrí un ataque de mosquitos mientras reflexionaba sobre la historia de los niños abandonados de mi pueblo natal. Sin tener que consultar ningún tipo de libro tenía un claro sentido histórico de los niños a los que habían abandonado sus padres en mi pueblo. Tratando de buscar en mi memoria, cavé un túnel oscuro y encontré la historia de los niños abandonados. Caminé por ese túnel y me topé con sus huesos fríos y blancos.

Agrupé a los niños en cuatro categorías generales, aun sabiendo que se solapaban de manera inevitable.

El primer grupo de niños incluía a esos a los que les habían abandonado sus familias completamente pobres. Incapaces de criarlos, les ahogaban en orinales o simplemente les abandonaban a un lado de la carretera.  La mayoría de los casos ocurrieron antes de la fundación de la República Popular, cuando la planificación familiar era algo insólito. Este tipo de abandono resulta ser un fenómeno universal. Me acordé de dos relatos japoneses. Uno se titulaba: «Bebés de nieve» escrito por Minakami Tsutomu; no me acuerdo de quién escribió el segundo: «Muñecas de Michinoku», pero a lo mejor fue el famoso autor de «La balada de Narayama». Ambas obras versan sobre niños abandonados. En «Bebés de nieve» abandonan a los niños en la nieve hasta morir, pero los que son lo bastante fuertes para aguantar la noche en los surcos de nieve se salvan y a la mañana siguiente les rescataban y les llevaban a casa. Y en cuanto a los bebés de Michinoku, antes de que llorasen por primera vez, les metían de cabeza en una cuba de agua caliente. La gente de esa época pensaba que los bebés no tenían sentimientos hasta que respiraban por primera vez y creían que ahogarles no era un acto inhumano. Si los bebés lloraban los padres se veían obligados a criarlos. Los dos casos de abandono se conocían en mi ciudad natal y las causas eran las que he mencionado antes: esta división se basa en hechos. Tenía la seguridad de que durante años un gran número de niños de mi pueblo también murió en orinales, y de manera más cruel que los de sus colegas japoneses. Por supuesto, aunque preguntara a todas las personas mayores ninguna de ellas reconocería tal infanticidio. Sin embargo, no se me borran las miradas de sus caras cuando se sentaban junto a las vallas de caña o junto a los viejos muros; para mí tenían la mirada de asesinos, y estaba seguro de que algunos de ellos habían acabado con las vidas de sus propios hijos o hijas en los orinales o abandonándolos a los lados de la carretera para que se murieran de hambre o de frío.  Eran niños que nadie se molestaba en salvar. Para esa gente, dejar a los niños a un lado de la carretera o en un cruce era en cierta manera más humano que ahogarlos en un orinal; en realidad no era más que una forma de que los padres y madres, hundidos en la pobreza, se autoconsolaran, aunque muchos de esos niños probablemente acabarían saciando los estómagos de los perros.

El segundo grupo de niños abandonados incluía a aquellos que nacían con discapacidades o con retraso. A estos niños ni siquiera les daban derecho a acabar en un orinal. En la mayoría de los casos los padres enterraban a los niños vivos en algún remoto lugar antes de que saliera el sol. A continuación coronaban el túmulo funerario con un ladrillo sobre el abdomen del bebé, para evitar que volviera a renacer en el siguiente embarazo. Poco después de la Liberación, Li Manzi, que ahora es jefe local de distrito, nació con un labio leporino.

Los hijos ilegítimos comprenden el tercer grupo de bebés abandonados. «Ilegítimos» es un insulto muy fuerte para cualquier persona y en mi pueblo natal siempre que una mujer joven se enfada es cuando les llama así. Un hijo ilegítimo, por supuesto, es uno nacido de una mujer que no está casada. La mayoría de estos niños son inteligentes y atractivos porque los hombres y mujeres que son capaces de escabullirse para crear un niño nacido del amor no tienen un pelo de tontos. Estas criaturas tienen mayor esperanza de supervivencia, dado que las parejas sin hijos suelen desear criarlos como si fueran suyos; a menudo organizan quedarse con ellos de antemano y una vez que han nacido, los padres biológicos se los llevan a los padres adoptantes al caer la noche. A otros les dejan en algún lugar en el que son fáciles de ver. Y la mayoría de las veces ponen dinero u objetos de valor entre sus mantillas. Este grupo de niños abandonados suele incluir niños varones, mientras que en las otras categorías hay pocos niños, con la excepción de aquellos que son discapacitados.

El periodo que siguió a la Liberación, debido a las mejoras en la calidad de vida y en la higiene, vio un descenso significativo de niños abandonados. Pero las cifras volvieron a ascender de Nuevo en la década de 1980, cuando la situación se complicó mucho. Superficialmente parecía que obligaban a los padres a hacer actos inhumanos debido a los rígidos planes del Gobierno de planificación familiar.

Pero tras un análisis más cercano me di cuenta de que el verdadero culpable era la preferencia de niños antes que de niñas. Sabía que no podía ser demasiado crítico con los padres de esta nueva era y también sabía que si fuese un campesino a lo mejor también hubiese sido uno de esos padres que abandona a su hijo.

Da igual lo mucho que esto manche la imagen de la República Popular, es una realidad objetiva, una que será difícil de erradicar en un periodo corto de tiempo. Si sucede en un pueblo que tiene el aire contaminado, hasta una espada con diamantes incrustados se oxidaría. Así que parecía que había despertado a la Verdad.

Llovió durante toda la noche, pero cuando amaneció, un rayo de sol, ensangrentado, húmedo y caluroso se abrió entre las oscuras nubes. Llevé al bebé hasta la cama y le pedí a mi mujer que la vigilara. ntonces salí, chapoteé en los charcos embarrados por la lluvia y crucé el río de camino a la administración central el distrito a pedir ayuda. Cuando entré en el callejón vi que la valla de tallos de sorgo había sido erribada por las ráfagas de viento, dejando a las ipomoeas tricolores totalmente empapadas. Flores rosas y moradas dieron la cara al cielo despejado, como si se quejaran afligidas. Ahora que la valla derrumbada ya no era una barrera, un grupo de polluelos, a los que le seguían creciendo las plumas, corrieron al jardín y picotearon desesperadamente grandes coles.

La crecida de la lluvia sumergió el pequeño puente de piedra, y el agua chocaba enfurecida contra las rocas. Me torcí un tobillo cuando salí del puente. Mientras cojeaba a lo largo del dique solo podía pensar que esto no era una buena señal, que este viaje a la administración central a lo mejor no acababa con mi problema. Pero caminé como pude hacia la hilera de edificios.

La lluvia había limpiado la administración y todo estaba radiante y fresco. Los ladrillos rojos, las baldosas verdes y los matorrales de bambú verde brillaban con fuerza. No se oía a ninguna persona en el recinto. Un chucho de orejas puntiagudas sin cola yacía en los escalones de cemento de la entrada y me miraba con recelo. La señal de madera que estaba junto a la fachada me condujo a la oficina que estaba buscando. Llamé tres veces. De repente oí un ruido detrás de mí, un segundo antes de sentir un dolor agudo en las piernas. Miré hacia atrás, pero entonces el maldito perro guardián, que me acababa de morder en la pantorrilla, había vuelto a sus escalones y estaba repanchingado perezosamente. No hizo ruido cuando se tumbó y se lamió las patas con parsimonia; si me hubiera al menos lanzado una sonrisa amistosa… ¿Cómo podía evitar sentir cariño por un perro como este, a pesar de que me acababa de morder? Lo lógico sería odiarle, pero no era así. Para mí era un perro increíble. ¿Pero por qué me había mordido? No había sido un acto fortuito, por lo que debía haber una razón. En este mundo, no hay nada que no encierre una razón o causa; ni, por tanto, el odio. Lo más probable es que el mordisco consiguiera despertarme gracias al dolor. El peligro real no viene de frente sino por la espalda. El peligro real no lo encarna un perro con colmillos afilados, sino la sonrisa dulce de, por ejemplo, la Mona Lisa. No habría caído en esto si no me hubiera obligado a pensar sobre este tema; una vez que la idea se apoderó de mí me sorprendió esta revelación. ¡Gracias perro de hocico puntiagudo y cara empapada!

El bajo de mi pantalón estaba pegajoso y caliente. Eso tenía que significar que me había hecho sangre. Cada vez que ayudo a alguien, esa persona que me chupa la sangre me insulta.
—¡Dame más! ¡Fuera de aquí joder!
Me pregunto si esta niña abandonada que he rescatado también me insultará y me pedirá más. La puerta, cuya pintura verde había empezado a levantarse y desconcharse, se abrió de golpe, y ahí enfrente de mí había un hombre enorme con la cara morena. Después de analizarme, me preguntó:
—¿Qué buscas?
—Al jefe de la administración —dije.
—Ese soy yo. Entra, toma asiento. Oye, te sangra la pierna. ¿Qué te ha pasado?
—Tu perro me ha mordido.
La cara de piel morena del hombre se tensó muy enfadada.
—¡Maldita sea! ¡Qué desastre! Lo siento. Es culpa de Su Scarface. Si el Recinto Popular no es la mansión de ningún terrateniente ¿por qué tenemos a un perro guardián? ¿Es una señal de que el Gobierno Popular tiene miedo a la gente? ¿O de que estamos a favor de tener perros fieros capaces de acabar con los vínculos entre el pueblo y el gobierno?
—Eso no rompe los vínculos —dije, señalando mi pierna lesionada—. Los hace más fuertes.

Para entonces la sangre había goteado desde la pantorrilla hasta la suela de mi zapato, y desde ahí hasta el suelo de ladrillo, donde se consumió en una colilla de un cigarrillo. Vi el nombre de la marca: Puerta Central y las hebras del tabaco eran tan amarillas como los crisantemos.
—¡Pequeño Wang! —gritó el hombre de piel morena—. ¡Ven aquí! —El hombre entró corriendo en la habitación y se quedó ahí de pie con los brazos firmes a lo largo del cuerpo, esperando órdenes —. Llévate a este soldado y camarada a la clínica para que le den un tratamiento —dijo el hombre de piel morena—. Y trae el recibo para que te lo pueda reembolsar. ¡Luego pídele un rifle al Jefe Xia del Departamento de reservas y mata a ese maldito perro!

Me levanté.
—Jefe, no es por eso por lo que estoy aquí —dije—. Quería informarle de algo importante. Puedo hacerme cargo de la cura de la pierna y preferiría que dejara al perro vivo. Estoy impresionado con este perro, y yo le debo una.
—No me importa. ¡Vamos a tener que matar a ese perro antes o después! ¡Es una amenaza! ¡Ya ha mordido a veinte personas! Tú eres el número veintiuno. Si no acabamos con él, puede que algún día haga daño de verdad a alguien. Ya hay suficiente caos por aquí. No necesitamos más.
—Por favor, no le mate, jefe —dije—. Tiene sus razones para morder a la gente.
—Está bien —dijo el hombre de piel morena a la vez que agitaba la mano—, está bien. ¿Para qué me querías ver?
Busqué en mi bolsillo un cigarrillo, y se lo ofrecí.
—No fumo —dijo categórico.
Un poco avergonzado, me encendí un cigarrillo para mí y tartamudeé:
—Jefe, he encontrado a una niña abandonada.
Sus ojos se encendieron como dos linternas; resopló.
—Fue ayer, sobre el mediodía, en el campo de girasoles al este de los Tres Sauces. Una niña, envuelta en raso rojo, con veintiún yuanes.
—¡Ya empezamos! —dijo, enfadado.
—¡No la podía dejar morir! —dije.
—¿Acaso he dicho que hicieras eso? Lo que he dicho es que ya empezamos. ¡Ya empezamos! No tienes ni idea de la presión que tengo. Una vez que los campesinos consiguieron sus tierras se consideraron hombres libres, libres también para tener todos los hijos que quisieran. Uno tras otro, eso es todo lo que hacen, hasta que tienen los hijos varones que desean.
—¿No tenemos la política de hijo único?
Esbozó una sonrisa sarcástica.
—¿Un hijo? Dos, tres, cuatro, incluso cinco hijos. He visto de todo. ¿Mil cien millones de personas? Eso es irrisorio. Me apuesto a que hoy día llegamos a mil doscientos. No hay ninguna administración en ningún lugar que no tenga como mínimo doscientos o trescientos niños sin registrar. ¡Y todos se pudrirán aquí, en China!
—Pensé que se les podía multar.
—Eso es cierto. Dos mil yuanes por el segundo hijo, cuatro mil por el tercero y ocho mil por el cuarto. ¿Y de qué sirve? A la gente con dinero no le importa que la multes. Tú eres del Pueblo Este ¿no? ¿Conoces a Dos Dientes Wu? Tiene cuatro hijos. No tiene tierras, su casa de tres habitaciones está destartalada, solo tiene una olla, una jarra y una mesa destrozada de tres patas. Cuando le multamos dijo: «No tengo dinero, así que os doy a mis hijas a cambio. ¿Quieres una? Cógela. ¿Quieres dos? Cógelas. Pero que sepas que son niñas». Así que dime, ¿qué se supone que tenemos que hacer?
—La esterilización obligatoria… ¿se ha hecho? —pregunté con cautela.
—Sí, claro. Es la política más popular hoy en día. Pero esas personas tienen mejor olfato que un perro de caza. En cuanto les dan el soplo salen a toda prisa hacia el Noreste, y allí se quedan un año. Cuando están de vuelta en primavera ya han tenido otro hijo que criar. ¡Si pudiera pedir refuerzos, maldita sea, no pasaría nada! Los gilipollas que hacen cosas así no son seres humanos. No me atrevo a salir a pasear por la noche. Tengo miedo de que me maten.
Me dio un espasmo en la pierna que me había mordido el perro.
Él se rio con desdén.
Pude ver el perro de caza a través de la puerta abierta; estaba repanchingado y parecía cómodo, y aparentemente, estaba a salvo en los escalones. El Jefe Xia del Departamento de Reservas seguramente no tenía un arma en su casa.
—¿Y qué me dice de la niña que he encontrado?
—No hay nada que pueda hacer —dijo el hombre de la cara morena—. La has encontrado tú por lo que es tuya. Llévatela a casa y críala.
—¿Qué tipo de actitud es esa, Jefe? Si no es mía, ¿por qué debería criarla?
—No esperará que la críe yo, ¿no? La Administración del Gobierno no es un orfanato.
—Yo no puedo, no puedo criarla.
—¿Entonces que sugieres? El gobierno no te obliga a llevarte a la niña a casa.
—Entonces la volveré a dejar en el lugar donde la encontré.
—Eso es cosa tuya. Pero si muere de hambre en el campo de girasoles o la destroza algún perro te acusaremos de infanticidio.
Me quedé sin habla, luego tosí mientras las lágrimas brotaban de mis ojos.
Me miró compasivo y puso té en un vaso, que estaba cubierto de un centímetro de grosor de porquería. Di un sorbo al té y le miré.
—Vete y pregunta por ahí —dijo—. A lo mejor hay alguna viuda o viudo en alguna parte que desee coger a esa niña. Si no, llévatela a casa y críala sin más. ¿Tienes familia en el pueblo? ¿Un hijo? Si es así y te llevas a esa niña a casa tendrás dos hijos. Por lo que te tenemos que poner una multa de dos mil yuanes.
—¡Maldito! —levanté el vaso de té, pero luego lo volví a bajar con suavidad. Las lágrimas empañaban mis ojos cuando dije—. Jefe, ¿existe la justicia en alguna parte del mundo?
El simplemente sonrió, mostrando sus dientes grandes y amarillos.
Me picaba muchísimo la pierna, y cuando vi la sangre en el suelo me entraron escalofríos. Pensé que a lo mejor tenía la rabia. Me empezaron a picar hasta las encías y sentí la necesidad de morder a alguien. El hombre de piel oscura me dijo:
—No te preocupes, alguien se la quedará. Y nosotros haremos todo lo posible para que así sea. ¡Todo lo que quería hacer era morderle!

Pasaron seis días. El bebé acabó con la leche en polvo, defecó seis veces e hizo pis unas doce veces en los cuatro pañales que le pedí a mi mujer; se los cambié tantas veces como fueron necesarias. Debo decir que ella era reacia a «darme» los pañales, porque los estaba guardando para nuestro futuro hijo.  Después de lavarlos y doblarlos con esmero los guardó en un arcón. No ocultó su mirada de completa desaprobación cuando se los pedí.

El bebé tenía un apetito envidiable y unos pulmones muy resistentes, como demostraban sus llantos. No parecía para nada un bebé recién nacido. Me agaché junto a ella mientras yacía en la cesta de bambú y le di el biberón; sentí una fuerte impresión cuando vi cómo chupaba la tetina y observé sorprendido la mirada feroz que tenía mientras se tragaba la leche con ansia. Me asustó; sentí que era una constelación de calamidades en mi vida. A menudo me preguntaba por qué la había cogido. Mi mujer se regodeaba recordándome que sus propios padres tampoco cuidaron de ella ¿así que por qué tenía que ser yo el único samaritano? Cuando me ponía en cuclillas junto a la cesta mi imaginación solía volver a ese campo de girasoles soleado, donde los capullos de las flores se caían por su propio peso y giraban de manera mecánica y torpe alrededor de los tallos, levantando tanto polen dorado y fino que parecía una lluvia de lágrimas, capaz de inundar los hormigueros.

Mi olfato me dijo que la piel que rodeaba el mordisco del perro se había podrido; las moscas daban vueltas alrededor de la zona infectada, sus pequeños estómagos llenos de gusanos microscópicos, como un bombardero cargado. Me imaginé que la infección probablemente se extendería y toda la pierna acabaría podrida y tan dura como una calabaza congelada. Me pregunté qué pensaría esta niña una vez que me amputaran la pierna y tuviera que andar con muletas, dando bandazos hacia delante y hacia atrás como el péndulo de un reloj. ¿Me estaría igual de agradecida? De ninguna manera. Cada vez que hacía un sacrificio por alguien todo lo que recibía a cambio eran profundos insultos atroces llenos de odio, de un salvajismo sin precedentes. Mi corazón tenía una enorme cicatriz, estaba completamente perforado.

Y cada vez que se lo entregaba a alguien, bien marinado en salsa de soja, todo lo que hacían era hacer pis sobre él. Odiaba a la humanidad, tan atroz, desde lo más profundo de mi alma, y eso incluía a este bebé glotón. ¿Por qué tuve que salvarla? Podía oír su voz de reproche: «¿Por qué me salvaste? ¿Esperabas gratitud? Si no hubiera sido por ti me hubiese ido de este mundo asqueroso hacía mucho, todo es por tu culpa, ¡idiota! Lo que te mereces es que te vuelva a morder otro perro».

A medida que se me disparaban los pensamientos, me llamó la atención la cara arrugada del bebé, que sonreía, dulce como la remolacha. Tenía un hoyuelo diminuto, la piel entre las cejas había empezado a escamarse y su cabeza alargada se había vuelto más redonda. No había duda, era un bebé adorable y sano. Enfrente de la cara de esta niña, que encerraba una vida sincera, pura y tan espléndida como un girasol, ahí estaba yo, pensando de nuevo en girasoles; entonces aparté mis absurdos pensamientos a un lado. A lo mejor estaba equivocado sobre lo de odiar a la gente, quizá había llegado el momento de quererlos. Mi profesor de filosofía me recordó que el odio puro y el amor puro son efímeros y que deben coexistir. Así que así sería: odiaría y querría a la gente a la vez.

Los veintiún yuanes que encontré en las mantillas que envolvían al bebé apenas sirvieron para pagar los sacos de leche en polvo, y no hubo ningún progreso en mi búsqueda de un nuevo hogar para el bebé. Los constantes murmullos de mi mujer me daban dolor de cabeza y mis padres eran como marionetas, normalmente no pronunciaban ni una palabra a lo largo de todo el día, un complemento perfecto con mi mujer. Nuestra hija estaba fascinada con el bebé nuevo, y a menudo se sentaba a mi lado cuando me agachaba junto a la cesta de bambú y se quedaba mirando al bebé que yacía dentro. Cualquiera que nos viera pensaría que nos había encantado algún pez tropical y extraño.

Si no podía encontrarle a la niña un hogar enseguida, y ya sin resto de los veintiún yuanes que habían dejado sus padres, sabía lo que me esperaba. Así que me fui, arrastrando mi pierna lesionada y visité cada uno de los doce o más pueblos del distrito, suplicando ayuda a todas las familias que no tenían hijos. La respuesta era prácticamente la misma en todas partes: «Queremos un hijo, no una hija». Hasta ese momento había considerado mi distrito como un lugar muy especial con gente honesta y respetable, pero después de unos días de viaje cambié de opinión. El bosque estaba lleno de niños pequeños horrorosos, y todos tenían ojos de pez muerto, arrugas en la frente y la misma expresión en la cara de los campesinos pobres que padecen mucho sufrimiento. Arrastraban los pies al andar, sus espaldas ya estaban encorvadas y tosían como los ancianos. Esa imagen intensificó mi sensación de que la humanidad estaba en peor condición que nunca. Para mí, era una prueba de que los pueblos de mi distrito estaban llenos de «pequeños tesoros», que nunca deberían haber nacido.  Desesperado por el futuro de mi pueblo natal me obligué a no pensar en el futuro de esos niños, que se habían hecho viejos antes de tiempo.

Un día, cuando estaba fuera en la calle tratando de deshacerme del bebé, me topé con un Viejo amigo de la escuela elemental. No debía tener más de veintidós o veintitrés años, pero parecía que tuviera cincuenta. Cuando la conversación se centró en la familia dijo:
—Sigo soltero y me temo que es así como me quedaré.
—Pensé que no tenías problemas de dinero.
—No me va mal, pero el problema es que no hay mujeres suficientes para todos. Si tuviera una hermana la podría cambiar por una esposa. Lamentablemente no la tengo.
—Pensé que las reglas del distrito no permitían ese tipo de matrimonio concertado.
Me miró con cara de sorpresa.
—¿Pero qué importan las reglas del distrito?
Asentí con la cabeza. Cuando le conté lo del bebé que me había encontrado y todos los problemas que me había causado me escuchó bajo un silencio sepulcral, y no vi ni un rastro de lástima en sus ojos. Simplemente le daba caladas al cigarrillo que le había ofrecido. La punta del cigarrillo crepitaba, pero no salía ni una voluta de humo de su boca o nariz. Todo desapareció en lo más profundo de su estómago.
Cinco días después vino a verme. Avergonzado me dijo:
—¿Por qué no… por qué no me das al bebé? Yo la criaré hasta que cumpla dieciocho años…
Le miré a los ojos con angustia y esperé a que terminara de hablar.
—Cuando ella tenga dieciocho años… yo tendré cincuenta… y quién dice que no podré…
—Viejo amigo —le interrumpí—, no quiero escuchar más, por favor.
Compré dos sacos más de leche en polvo con mi propio dinero, y mi mujer reaccionó furiosa y rompió en mil pedazos uno de los cuencos descascarillados. Entre lágrimas de verdadera pena dijo:
—¡Hasta aquí! ¡Ya no puedo más! Pero a ti obviamente te da igual lo que nos pase… He escatimado tanto en comida que ya no necesito ir al baño, solo con tal de ahorrar dinero. ¿Y para qué? ¿Para que así le puedas comprar leche al hijo de otra persona?
—Eres mi mujer —le dije—, así que no pagues tu infelicidad conmigo. Todos los días salgo a buscarle un hogar a la niña, ¿o no?
—Nunca debiste haberla traído a casa.
—Sí, lo sé. Pero lo hice, y no podemos dejar que se muera de hambre.
—¿Y eso en qué te convierte? ¿En un hombre con buen corazón?
—¿La gente buena no tenía lo que se merecía? Después de todos estos años juntos desearía que me dejases en paz. Si tienes una solución dímela. ¿Cuál es? Podemos intentar buscarle un hogar a esta niña entre los dos ¿qué opinas?
—Sí —dijo enfadada—. Una vez que nos deshagamos de esta niña podremos tener otro niño.
—¿Tener otro?
—Sí, un hijo varón.
—¡Otro más!
—Gemelos sería lo mejor.
—Sí. Sí.
—Ve al hospital y habla con nuestra tía. A lo mejor a ella se le ocurre algo. Las viudas y los viudos de la ciudad siempre le piden niños.

Era la batalla final. Si mi tía, que trabajaba en la sala de obstetricia del hospital no me podía ayudar a encontrar un hogar, había un 80 o 90 por ciento de posibilidades de que yo estuviera destinado a ser su padre adoptivo. Si era así como acababa todo sería un desastre sin fin, tanto para ella como para mí. Me tumbé en la cama, sin inmutarme ante la plaga de chinches ni ante mi mujer, a la que le rechinaban los dientes. Se relamía los labios y respiraba con fuerza cuando soñaba; sentí como si mi corazón se hubiese convertido en hielo. Finalmente me bajé sigilosamente de la cama y salí al exterior, donde levanté la mirada para ver las desoladas estrellas del cielo y sentí que había, por fin, encontrado algo de entendimiento. El aire de la noche me caló en la espalda y la nariz me dolía de la tristeza. De repente me di cuenta de la importancia de apreciarme a mí mismo; durante demasiado tiempo había vivido pensando en los demás y me juré guardarme algo de amor para mí mismo. Oía la respiración suave del bebé en su cesta de bambú. Cogí una linterna y apunté hacia ella.  Se había vuelto a hacer pis, y el líquido se había filtrado entre las tablillas de la cesta y había calado el suelo. Le cambié el pañal. ¡Si el Cielo me ayudaba esta sería la última vez que tendría que hacer esto!

Mi tía, que acababa de terminar un parto, estaba sentada en una silla con su uniforme blanco, que estaba cubierto de sudor y gotas de sangre, tratando de recuperar el aliento. Había envejecido mucho desde la última vez que la vi el año anterior. Se echó hacia delante para saludarme cuando me vio entrar. Su enfermera estaba en la sala de partos limpiando; un recién nacido lloraba en su cuna.

Me senté en la misma silla en la que me había sentado el año anterior, justo enfrente de mi tía. Un libro de obstetricia con la cubierta de plástico yacía en la mesa.
—¿Qué haces aquí de nuevo? —dijo ella sin mucha energía—. ¡Después de venir a verme el año pasado te fuiste y escribiste un libro en el que parezco una especie de demonio!
—No estaba bien escrito —dije, con una sonrisa tímida.
—¿Quieres oír una historia sobre un zorro? —preguntó—. Si hubiese sabido que una historia sobre un zorro podría convertirse en un libro te hubiese contado millones.

A pesar de que no la animé a hacerlo y de lo cansada que estaba después de haber ayudado a traer al mundo a un niño, me contó una historia. —El invierno pasado —empezó—, un hombre mayor estaba recogiendo estiércol una mañana temprano cuando se encontró un zorro con una pata rota. Lo recogió y se lo llevó a casa cargado a la espalda como si fuera su mascota. La pata herida del zorro casi estaba recuperada cuando el hijo del anciano llegó a su casa de visita. Este hijo, un joven impetuoso, era comandante de batallón. En el momento en el que vio al zorro cogió su pistola y, sin decir una palabra, lo mató. Por si no hubiera sido suficiente despellejó al animal y colgó su piel en la pared para que se disecara. El anciano casi se murió del susto, pero su hijo simplemente canturreó una canción, sin inmutarse de lo que había hecho.

Al día siguiente al mediodía el hijo del anciano hizo dumpings de zorro para comer: troceó la carne; cortó cilantro, puerro y cebolla y le añadió aceite de sésamo, salsa de soja, pimienta y glutamato monosódico; una cornucopia de sabores. Hizo los rollitos con harina de nabo: blancos y brillantes, como piezas de cerámica. Cuando tenía todos enrollados los metió en una olla de agua hirviendo: una, dos y hasta tres veces, hasta que estuvieron listos para comer. Pero cuando los sacó todo lo que vio eran pequeños excrementos de burro. Sacó más y obtuvo los mismos resultados. Más excrementos de burro. Y de nuevo, lo mismo. Al hijo se le puso el pelo de punta. Esa noche, cuando todas las ventanas y puertas de la casa empezaron a retumbar el hijo sacó su pistola; pero no sucedió nada cuando apretó el gatillo. Finalmente no les quedó otro remedio que hacerle al zorro sus ritos fúnebres.

Mi tía se sabía tantas historias de zorros y fantasmas que le hubiese llevado tres días y tres noches contármelas todas, y dado que se basaba en hechos reales, tenías que creértelas. Estaba desaprovechando su talento, pensaba yo. Debería entretenerse editando Nuevos cuentos de sucesos extraños.

Mi tía se sentía más viva cuando contaba estas historias sobre fantasmas. El bebé recién nacido en la sala de parto seguía llorando cuando la enfermera abrió la puerta de golpe, echando humo del enfado y dijo:
—¿Qué tipo de madre es esa? Tiene a su bebé y sale corriendo.
Le lancé una mirada de incertidumbre a mi tía.
—Es la mujer de Pueblo Agua Negra que ya tienen tres hijos, todo niñas. Deseaba tener un varón, pero no ha tenido esa suerte.

Y cuando le dijimos a su marido que había tenido otra hija simplemente se fue corriendo en su carro de caballos. No es el típico padre. Bueno, pues cuando ella le vio salir corriendo saltó de la mesa de parto, se subió los pantalones y se marchó dando gritos, dejando al recién nacido aquí.

Seguí a mi tía a la sala de partos y vi al bebé recién abandonado. Era escuálida como un cachorro enfermo, nada que ver con el bebé sano y regordete que encontré yo, y ni de cerca tan guapa; y de ninguna manera lloraba con tanta fuerza. En cierta manera eso me consoló un poco. Mi tía le tocó ligeramente la tripa:
—Pequeñita —dijo—. ¿Por qué no has nacido con otro trocito más de carne entre las piernas? Si así fuera serías el ojito derecho de tus padres; sin él no eres más que un excremento desagradable.
—¿Qué hago con ella? —preguntó la enfermera—. No la vamos a dejar aquí, ¿o sí?
Mi tía se giró hacia mí.
—¿Por qué no te la llevas a casa contigo? He visto a sus padres y son personas normales. Campesinos altos, fuertes, los dos. Así que esta niña será como ellos, una verdadera belleza. Salí de la habitación antes de que hubiese siquiera acabado de hablar.

Me senté en el campo de girasoles inmóvil; se me paralizaron las piernas de la humedad del suelo. No tenía intenciones de levantarme. Los pétalos de los girasoles se habían cerrado y vuelto negros, como pestañas. Parecían un sinfín de ojos negros mirándome fijamente. Unas nubes negras y espesas bloqueaban el sol. Los capullos de las flores pendían desordenados, como si estuvieran tristes y marchitos. Las hormigas negras estaban ocupadas reconstruyendo sus fortalezas en el suelo liso y embarrado, haciéndolos más altos y más fuertes que la última vez que los vi, ajenos al hecho de que la próxima lluvia acabaría con ellos de nuevo, sin respetar la historia arquitectónica del fabuloso reino de las hormigas. No había ni una ráfaga de viento en el campo de girasoles; era asfixiante, como el horno de una cocina, en el que estaban cocinando un pato carnoso y delicioso: yo.

Ahí sentado me acordé de algo que ocurrió en una gran ciudad: una mujer joven, refinada y bella tenía la costumbre de matar y comerse hombres jóvenes. Estofaba los muslos, cocía las caderas y cocinaba sus corazones e hígados con ajo y vinagre. Después de devorarse a unos cuantos hombres la mujer se convirtió en la propia imagen de la salud. Entonces me acordé de algo que ocurrió hace mucho tiempo en China, justo aquí, en mi pueblo natal. Un cocinero que se llamaba Yi Ya cocinó a su propio hijo y se lo llevó al duque Huan de Qi.

Dijeron que el hijo de Yi Ya era delicioso, más tierno que el cordero más sabroso.

Estos pensamientos acrecentaron mi convicción de que la naturaleza humana era más frágil que el papel más fino del mercado. Justo entonces ráfagas de viento hicieron que las hojas de los girasoles crujieran y me rozaran en la cabeza y en la cara, y al mismo tiempo, en el corazón, tan duro como una lija. No creo que nunca antes me haya sentido tan bien. Cuando el viento paró salieron insectos de todas partes, haciendo bellos sonidos. Una cigarra pequeña estaba montando a otra más grande en el tallo de un girasol; se estaban apareando. En cierta manera son como los humanos; cabe decir que no son peores que nosotros y que nosotros no somos más nobles que ellos. Sin embargo, deseaba que hubiera muchas cigarras en el campo de girasoles. Esos pétalos caídos eran como un sinfín de caras de niños, que me miraban cariñosamente, consolándome, y me daban fuerza para que aceptara el mundo, independientemente de lo doloroso que fuera comprenderlo.

De repente me acordé del final de «Muñecas de Michinoku». Una vez que el autor de la historia se familiarizó con la tradición de ahogar bebés y volvió a Tokio vio una fila de marionetas que colgaban de unos almacenes cubiertas de polvo y con los ojos cerrados. La imagen le recordó a todos esos bebés que lanzaban a los ríos antes de que pudieran abrir los ojos o llorar por primera vez. Pero yo no puedo encontrar ningún símbolo con el que conmover a mi alma y concluir este cuento. ¿Los girasoles? ¿Las cigarras? ¿Las hormigas? ¿Los grillos? ¿Gusanos? Ridículos, todos ellos. Ninguno representa la verdadera cara de la vida. En el túnel que me he cavado sigo topándome con los huesos blancos de los niños abandonados y me digo a mí mismo que esos seres humanos que llenaron el espacio de sonidos que podían haber sido tanto llantos como risas no pueden ser vistos como deshonestos, feos o malos. ¿Pertenecen los niños abandonados de Michinokou a la historia? Preservativos, DIU, pastillas anticonceptivas, la esterilización masculina y femenina y los abortos se han unido para acabar con la cruel práctica de ahogar a los niños de Michinokou.


Y sin embargo aquí, en este lugar, donde la tierra tiene un manto de flores amarillas, el problema es mucho más complejo que ese. Los médicos y la Administración del Gobierno pueden trabajar en obligar las esterilizaciones de los hombres y mujeres en edad de procrear ¿pero dónde podemos encontrar una cura milagrosa capaz de desarraigar y eliminar las nociones ancladas en las mentalidades de la gente de mi pueblo natal?

Fuente: nobelprize.org
Mo Yan cuyo nombre real es Guan Moye, es un escritor chino que nació en Gaomi, Shandong, el 17 de febrero de 1955. Su pseudónimo significa «no hables», en recuerdo a su infancia y a la Revolución Cultural maoísta, durante la que sus padres le dijeron constantemente que no hablara para no decir nada inconveniente.

Tras trabajar en una fábrica de petróleo, Mo Yan consiguió, alterando su certificado de nacimiento para tener edad suficiente, entrar en el Ejército Popular de Liberación chino. Siendo soldado empezó a escribir, y al conseguir un puesto en la Escuela de Arte y Literatura del Ejército, pudo dedicarse
por completo a esta afición.

Se hizo conocido en occidente gracias a la adaptación de dos de sus novelas a la película Sorgo rojo, dirigida por Zhang Yimou, y reconoce estar influido por escritores occidentales, en especial Gabriel García Márquez, Tolstói y Faulkner, aunque se le conoce sobre todo como «el Kafka chino».

Fue candidato al Premio Neustadt de 1988 y al Premio Man Asian en 2007. En 2009 obtuvo el Premio Newman de Literatura China. Varias de sus obras fueron prohibidas en su país natal, de entre las que destaca Grandes pechos, amplias caderas, una visión de la historia china a través de los ojos de una mujer. 

En 2012 recibió el máximo galardón de la Academia Sueca, el Premio Nobel de Literatura.

2 comments:

  1. Excelente Adelaida, muchas gracias por el regalo de esta lectura especial!

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  2. Gracias Ade y también por el libro Nueva Palabra que tu papi gentilmente me entregó.

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