El espacio en un texto de narrativa debe tener una función, describir el espacio por describir el espacio es desperdiciar la oportunidad de contar cómo es un personaje, su origen, por dónde se mueven los personajes. Es una pauta estructural. Los talleristas de disparadores creativos II hicieron un ejercicio de textos priorizando la descripción del espacio, y de este ejercicio sale el texto de José Sánchez:
RENDICION DE CUENTAS
Había
47 barrotes. Entre cada uno mediaba una distancia de 21 o 22 centímetros. Lo
sé, porque es la cantidad de centímetros que caben desde la punta de mi pulgar
– cualquiera de los dos – hasta el extremo más alejado de mi índice con una
ligera curvatura. Así cabía mi mano entre cada uno de los barrotes. Si estiraba
mi índice por completo hasta podía rodear esos pedazos de metal que nos
separaban del pasillo. Dentro, al otro extremo frente a los barrotes, el
pequeño hueco abierto a dos metros y medio de altura desde el piso, al que
muchos llamaban ventana, permitía que el sol ingrese. Bueno, sus rayos. La luz
que provocaba iluminaba un rectángulo pequeño sobre el piso muchas veces
húmedo, entre las 9h35 am y las 10h10 am. Casi todos los días. En esta ciudad
casi nunca llueve y pocas veces las nubes aparecen como cortinas grises
colgadas del cielo. Todos teníamos nuestro turno al sol. El mío era los martes.
Los
bloques en la pared norte eran 1619. La primera vez que hice el cálculo me
pareció que eran 1632. El resultado estaba contaminado de la esperanza de los
primeros días. Aún de las primeras semanas. Durante ellas me repetí siempre que
1632 sería el número máximo de días que estaría allí. Al llegar al día 1633
empecé a contar los bloques uno por uno. La primera vez conté las filas y
columnas y las multipliqué entre ellas: 51 de largo por 32 de alto. Pero luego de contar los bloques llenos de moho, descubrir hendiduras entre ellos, verificar
que no todos tenían el mismo largo: pasó algo extraño. Puede parecerle
increíble, pero algunos de los bloques, se expandían cuando entraba un nuevo
ser deshumanizado, otros se contraían cuando alguno dejaba de luchar y moría
dentro. Unos pocos desaparecían. Con mucho esfuerzo se podía lograr imaginar a través de ellos el camino de pavimento rodeado de árboles de
plátano por el que solía caminar en su juventud. Luego de varios recuentos,
algunos con los ojos cerrados y utilizando la visibilidad que da el tacto,
descontando los bloques cortados al final de la pared y los retirados para
empotrar la tubería del inodoro y lavabo cerca
de la intersección con la pared oriental – a 34 centímetros –, concluí,
que habían 1619. El número me pareció una coincidencia abrumadora y triste, tal
vez por eso mis recuentos. Mi padre nació un primero de junio de 1919. ¿No le
parece a usted que tener una pared que le recuerde a su padre, y su cara de
desgarro y decepción todo el tiempo, justo allí dentro, donde el tiempo, lo
único que uno tiene, es interminablemente cruel? Y a la vez, pensar en esa
pared, en mi padre, en él como sobreviviente, me dio fuerza muchas veces. Él
estuvo en la Gran Guerra, ¿sabe? Le fue tan bien que cuando sucedió la revolución
cubana hasta lo enviaron en calidad de espía. Un escocés, de barba roja,
piernas entrenadas para el asalto, manos de trabajo, ojos profundamente verdes,
puros, como de cañaveral, cansado del frío, desembarcó en el Caribe e
inmediatamente se enamoró de mi madre y de la Argentina. Mi madre era argentina,
de nacionalidad y de nombre. Y se quedó acá. Acá en Latinoamérica, quiero decir.
Porque juntos la recorrieron entera, creo que detuvieron su viaje justamente aquí
porque yo no podía viajar más. Nunca fui tan fuerte como mi padre, pero sí que
quería sobrevivir allí dentro. Seguro que no era el paraíso, hasta puede ser
que se pareciese más al infierno –sobre todo por los gritos en la madrugada,
entre las 04h00am y las 04h30 am–, pero tampoco era tan duro como permanecer
en la frontera polaca en 1940. Ni en el Atlántico en el 58. Había que resistir o dejarse ir, pero luego volver… Dentro, Alberto siempre nos lo decía: “Ten el
coraje de irte a la mierda y el valor para regresar”. Irse a la mierda era
una obligación.
El
wáter era blanco y amarillento. Intentábamos mantenerlo limpio o aceptable,
pero bueno, comprenda que para 30 personas en 225 metros cuadrados es más
complicado mantener la higiene que quitar vidas. Reste usted el espacio que
ocupaban las 20 camas y 10 personas que a menudo dormían en el suelo, y verá
que de pie, nos quedaba un poco más de un metro cuadrado por persona. No
intente imaginarse el olor. Hedor. Porque no lo podrá hacer. En eso también nos
distinguíamos del infierno. El infierno debe oler mejor. No teníamos basurero,
y el papel de baño –cuando había papel de baño– lo amontonábamos debajo del
lavabo. Si lo lanzábamos por la ventana no se hacía esperar el remojón de agua
fría con la manguera a presión. Puta manguera a presión. Todos deseábamos al
unísono que se reventase en la mano del salvaje guía penitenciario. Aunque
fuera sólo una vez. Un poco de alivio, pero no. El deseo nunca es suficiente.
Si alguien lo lanzaba entre las rejas hacia el pasillo, y era visto por el
guía, este le obligaba a comerse el mismo papel frente a todos, bajo pena de una manguereada general y permiso para la venganza colectiva. Por eso lo mejor era
dejarlo todo bajo el lavabo. No podíamos sacar la basura, salvo cada mes, en
los días de visita conyugal, cuando llegaban prostitutas, esposas, amantes y
transexuales, para hacer una orgía de doscientos veinte y cinco metros
cuadrados. Si le dijera que con el tiempo hasta de eso perdí el interés.
La
pared de la ventana estaba compuesta de 1623 bloques y bajo el hueco de luz
sombría, nos acompañaban permanentemente dos afiches. El uno una fotografía de
Marilyn Monroe en la película “Los hombres las prefieren rubias”, y el otro un
calendario del 2002 con la fotografía de una mujer desnuda y exageradamente
voluptuosa que yo mismo coloqué un año después de mi ingreso. Era nuestro
rincón pornográfico. Y frente a él nos desahogábamos también por turnos. A ese
rito estúpido lo llamaba: “Mis tardes de domingo junto a Marilyn”.
En
la pared sur, la más llena de bloques (1635), se apoyaban dos sillas
resistentes de metal oxidado. La una era la silla de ruedas sin ruedas de
quien en vida fue Polo, y la otra una silla de metal oxidado que no podía
moverse sin romperla por estar clavada al piso. Una medida justa si se toma en
cuenta que la mayoría de los usuarios son delincuentes, ¿no le parece? En la
silla que era de Polo solía dormir Edinson y en la oxidada Marcelo. La de Polo,
ahora de Edinson, era la más cómoda, pues su posición permitía arrimar la
cabeza a los barrotes.
Detrás
de esa frontera de acero había un corredor largo iluminado con luz blanca,
coronado por la “puerta de la realidad”. Así le decíamos. Por esa puerta, y por
orden del director que intentaba confundirnos por pura malicia, salíamos cada
33 días, no 30, ni cada fin de mes, por una hora y diez minutos a constatar que
el mundo aún no se acababa. Y por allí entraban nuestras y nuestros amantes
también, trayendo noticias sobre el país, los vecinos, los padres, los hijos,
los olvidados, los recordados, los migrantes, los nuevos impuestos, las nuevas
quejas, a veces un paquete de cigarrillos y paquetitos de marihuana que
podíamos vender o consumir según el estado de ánimo del día… No le he hablado
de la iluminación en la celda, ¿verdad? Es que no la teníamos. Así era, así era
el famoso penal García Moreno, recién desalojado. Ahora se lo ve así, queriendo
olvidar y ser museo.
- -Me sorprende su
precisión don Antonio.
Vaya…
es la primera vez que me río de la inocencia de alguien en mucho tiempo. Estuve
allí, encerrado, incomunicado, violentado, violentando, traficando,
interrumpiendo, golpeando, defendiéndome, sobreviviendo. Sobreviviendo por 12
años, 8 meses, 3 días y 16 horas. Porque a un vecino le pareció que yo fui
quien salió corriendo de una casa. Porque la talla de mi zapato podría haber
sido la misma que la de las huellas de sangre donde doña Emma. Porque a tres
personas les pareció haberme escuchado decir, en un momento de ira, que ojalá
se muera la vieja. Porque el jurado dijo que “es plausible que el sospechoso
haya estado fuera de su domicilio entre las 3 y 4 de la madrugada, pues su
esposa estaba dormida”. Porque mi esposa, que a los 6 años al fin se quitó la
máscara y se fue a vivir con el ex marido de Emma, dijo que no sabía si esa
noche me había sentido llegar. Porque el juez y el fiscal no pudieron precisar
si Emma se cayó o la envenenaron porque el marido no permitió la autopsia…
Estuve allí porque a nadie le dio la gana de precisar nada. ¡No me diga que le
sorprende mi precisión, por dios! que es lo único que me queda.
Pepe
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